La mansión reposaba en una tranquilidad tan profunda que ni siquiera los relojes se atrevían a interrumpirla. Afuera, la noche se extendía en una oscuridad profunda, únicamente rota por la luz de la luna, envuelta en una calma densa que hacía vibrar los cristales al menor soplo de viento. Desde su habitación, Eleanor distinguía el crujir de las ramas contra la ventana y el rumor lejano del jardín dormido.
Estaba sentada en la cama, con el diario sobre las rodillas y una vela encendida a su lado. La llama vacilaba, proyectando sombras inquietas sobre las paredes, como si la casa respirara con ella. Aún tenía presente la conversación con Julius: sus palabras, su tono pausado y casi reverente al mencionar a Margaret Whitemore. Pasó una mano por la frente, intentando ordenar sus pensamientos. La imagen del Dr. Lewis estaba en su mente, cuando Julius le explicó sobre la transmutación de la sangre, le recorrió un escalofrío por la espalda.
La voz del galeno resonaba en sus oídos. Cada respuesta, medida, serena y respetuosa, respondía con precisión sus dudas sobre anomalías fisiológicas que escapaban a toda lógica. Recordó entonces lo que había observado en Demian: la frialdad de su piel, la ausencia de reflejo, los ojos demasiado depredadores, como si detrás de ellos existiera una lucidez ajena a lo humano y su respiración pesada, rozando su cuello, generando que se le erizara la piel. Una parte de ella deseaba descartar esas ideas; otra, en cambio, temblaba con la sospecha de que la respuesta a todo se encontraba precisamente en lo que temía creer.
El sosiego de la noche se volvió más espeso. Las cortinas se mecían apenas, dejando pasar un aire leve que hizo titilar la llama. Eleanor miró la página llena de sus anotaciones, parecía que las palabras no encontraban paz sobre el papel, estaba todo desordenado, la caligrafía levemente torcida; había manchas de tinta esparcidas, oraciones enteras tachadas y una pregunta que flotaba en el aire.
«¿Quién eres Demian?»
El sonido de la pluma rozando el papel se fue apagando poco a poco, hasta que solo quedó el murmullo del viento entre los árboles. Eleanor intentó continuar escribiendo, pero las letras se desdibujaron, torpes, como si la tinta se negara a obedecerle. El cansancio pesaba sobre sus párpados, suave y tibio, arrastrándola hacia un sueño inevitable. Eleanor se recostó sin darse cuenta, con el rostro vuelto hacia la ventana. El aire nocturno entraba en la habitación con un suspiro leve, llenando el recinto con el aire cálido del verano. La noche parecía contener la respiración, como si aguardara algo; y en esa quietud suspendida, el sueño la reclamó por completo. La pluma se deslizó de sus dedos y cayó sobre la sábana sin ruido. El diario permaneció abierto, las últimas palabras detenidas a medio trazo, testigos de un pensamiento que se apagó antes de nacer. La vela seguía ardiendo lentamente, su luz amarillenta dibujaba sombras errantes en el techo, sombras que parecían tener vida propia.
El silencio reinaba en el aposento, apenas interrumpido por el tenue crepitar de la vela que languidecía sobre la mesa de noche. Las sombras se estiraban por las paredes, difuminadas por la respiración serena de Eleanor, que dormía entre las sábanas con el diario aún abierto sobre su regazo. La noche se había adentrado en la mansión como un manto húmedo y espeso, arrastrando consigo ese tipo de inmovilidad que parece presagiar un sueño o un peligro.
Entonces, un sonido apenas perceptible rasgó el aire: el leve gemido del picaporte del balcón al girar. Las cortinas, agitadas por una ráfaga tibia, se inflaron como dos alas blancas. A través de ellas se filtró la figura de Demian, emergiendo de la penumbra exterior con la gracia insondable de una sombra viva. El resplandor de la luna se detuvo en su perfil, revelando la tersura pálida de su piel, el brillo glacial de sus ojos, el movimiento casi espectral con que avanzaba. No parecía caminar, sino deslizarse sobre el suelo, con una ligereza que negaba el peso del cuerpo. Su presencia trastocaba el aire: lo volvía denso, expectante, cargado de un perfume leve y mineral que recordaba al rocío y al hierro. Se detuvo junto a la cama, y por un instante, el tiempo pareció suspenderse entre ellos.
Eleanor dormía con una expresión de paz frágil, la respiración acompasada, los labios entreabiertos. Un mechón rebelde le rozaba la mejilla, y en ese simple gesto —la vulnerabilidad del sueño, la entrega inconsciente del cuerpo— Demian sintió que algo en él se quebraba. Se inclinó apenas, y la miró con una devoción afónica, una ternura que dolía, como si contemplarla fuera un castigo. Extendió la mano y, con la punta de los dedos, cerró con suavidad el diario. El roce de la tapa contra las páginas produjo un leve susurro, tan leve que casi pareció un suspiro. Lo tomó entre las manos y lo dejó sobre la mesita de noche. Al hacerlo, una hoja doblada se deslizó fuera del volumen y descendió lentamente hasta el suelo, flotando como una pluma.
Demian se inclinó, recogió la hoja y la desplegó bajo la luz temblorosa de la vela. Primero distinguió un dibujo anatómico: la estructura detallada de una mandíbula humana, los trazos firmes y precisos, la caligrafía médica que firmaba, Dr. Julius Grey. Sus labios se mantuvieron en una línea neutra; era un hallazgo trivial, inofensivo. Pero cuando giró el papel, la imagen cambió. Allí, en el reverso, un lirio se abría en líneas suaves, perfectas, dibujadas con una ternura que no pertenecía al estudio sino al recuerdo. Y debajo, una firma distinta; Julius, sin título, sin distancia, con una familiaridad detestable. La expresión de Demian se congeló, un pulso invisible se marcó en su mandíbula, apretó el frágil papel entre sus dedos y no pudo quitarle los ojos de encima a la firma. No fue un gesto de cólera —la ira era demasiado aburrida y mundana—, sino un destello contenido de celos, un fuego sordo que se avivó bajo su compostura. Durante unos segundos, permaneció inmóvil, contemplando el papel como si pesara más de lo que realmente era.