Cáliz de Sangre

Capítulo LXXXV

El día amaneció envuelto en un velo de neblina. Sobre la hierba perlada de rocío, los carruajes formaban una hilera ordenada, relucientes bajo la luz pálida del sol. El aire olía a tierra húmeda, a hojas recién cortadas y a pólvora fresca. En torno al claro, los caballeros afinaban sus armas mientras los criados preparaban el terreno. Los perros de caza se agitaban, tensos, olfateando el aire con inquietud.

Las damas, ataviadas con colores suaves y sombrillas delicadas, observaban desde una distancia prudente. Se oían risas y murmullos: el nombre de algún lord, el comentario sobre un vestido, el último rumor del círculo social. En medio de aquella ligereza, el bosque guardaba un silencio extraño, profundo, como si se negara a participar de la alegría ajena.

Charles avanzó unos pasos entre los arbustos. Su porte era impecable, el rostro sereno, aunque una sombra de fastidio velaba su expresión. Apuntó hacia un faisán que alzaba vuelo, apretó el gatillo… y erró. El disparo resonó entre los árboles, pero el ave desapareció entre la espesura. A su alrededor, los demás caballeros celebraban sus aciertos con risas y comentarios altivos; algunos miraban al joven Everleigh con una mezcla de lástima y satisfacción silenciosa. Nicholas lo observaba desde la línea de los invitados, el bastón firmemente apoyado en el suelo, la postura recta como una sentencia. Alto, severo, vestía un abrigo oscuro que contrastaba con el verde de la campiña. Su sola presencia bastaba para acallar las conversaciones cercanas. Cuando Charles volvió a fallar, el marqués caminó hacia él con un gesto que no admitía réplica.

—¿Qué demonios te pasa? —susurró con firmeza, tomándolo del brazo y apartándolo unos pasos del resto—. Entrenaste durante meses. Semanas. Hasta un principiante habría acertado ya dos veces.

Charles apretó la mandíbula con la escopeta aún humeante en sus manos.

—No es nada —replicó con calma forzada—. Tal vez el viento cambió de dirección.

—¿El viento? —Nicholas soltó una breve risa incrédula—. No te atrevas a culpar al viento. Si no aciertas, es porque no estás concentrado.

El joven guardó silencio unos segundos. A lo lejos, los criados recogían las piezas abatidas por otros cazadores. Un faisán yacía sobre la hierba, y los perros seguían ladrando entre los matorrales. Nicholas lo miró con detenimiento. Algo en aquella mirada obstinada y retraída le hizo comprender. La severidad de su rostro se intensificó.

—Ah —murmuró con un dejo de ironía—. Ya entiendo.

Charles lo miró de soslayo, y el leve endurecimiento de su expresión bastó como confirmación.

—Una mujer —sentenció Nicholas, con tono de resignada certeza—. Siempre una mujer.

El silencio se interpuso entre ambos. Charles exhaló lentamente.

—No es tan simple, padre —respondió con una sombra de cansancio—. No todo puede resolverse con la misma frialdad que usted exige.

—El amor no mantiene a un hombre en pie, hijo —replicó Nicholas con voz grave—. El deber sí. No olvides eso.

Charles sostuvo su mirada.

—¿Y qué ocurre cuando el deber no basta?

Nicholas no respondió de inmediato. Bajó la vista hacia el lodo húmedo, pensativo, y cuando volvió a hablar, su tono fue más de reproche que consolador.

—Entonces se aprende a soportarlo —dijo finalmente—. Como lo hemos hecho todos.

El eco de un disparo retumbó a lo lejos. Algunos invitados aplaudieron con entusiasmo. Pero el murmullo del bosque se sentía denso, casi expectante. Nicholas observó a su hijo una última vez antes de apartarse. Charles recargó el arma, aunque sin convicción. Su mirada se perdió entre la bruma de los árboles, donde los perros ladraban cada vez con más agitación, como si hubieran olfateado el desconcierto que se daría en aquella reunión sofisticada con aparente alegría y fervor.

El grupo se internó entre los árboles, siguiendo el trote nervioso de los sabuesos. El rocío aún cubría la hierba y el aire estaba impregnado de ese aroma a tierra húmeda que sólo el final del verano sabía dejar. La neblina se deslizaba en jirones pálidos entre los troncos, y los rayos del sol apenas lograban filtrarse, quebrándose en haces oblicuos que parecían sostener el polvo suspendido en el aire. A medida que avanzaban, las risas y las voces se fueron apagando. El bosque parecía oírlos, más que ser oído. Los perros, que al principio ladraban excitados, comenzaron a olfatear el suelo con inquietud; sus gruñidos se tornaron bajos, contenidos, hasta que finalmente uno de ellos gimió, encogiendo el cuerpo como si presintiera algo invisible.

—¿Qué ocurre ahí? —preguntó uno de los caballeros, apartando unas ramas.

El primer hallazgo fue una liebre, tendida de costado, sin una gota de sangre a la vista. El pelaje aún relucía, pero la piel estaba fría, rígida. A su costado, dos marcas limpias, casi simétricas, hundidas con una precisión antinatural.

—Habrá sido un zorro —murmuró alguien, pero la voz carecía de convicción.

Siguieron avanzando, y el número de cuerpos aumentó. Pájaros con las alas extendidas como si hubiesen caído en pleno vuelo, zorros, incluso un ciervo de tamaño considerable, todos con las mismas señales: sin sangre, sin rastros de lucha, sólo aquel silencio imposible. El aire se había vuelto pesado, saturado de un olor acre que mezclaba la humedad de la tierra con un fondo metálico apenas perceptible.




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