Cáliz de Sangre

Capítulo LXXXVI

Marion realizaba los últimos ajustes en el vestido de Eleanor. La seda caía como una cascada brillante sobre sus rodillas, capturando el temblor cálido de las velas. En la habitación reinaba una calma expectante, apenas atravesada por la brisa que rozaba los cristales como un murmullo lejano. La doncella tomó un collar de perlas y lo colocó con naturalidad, aunque Eleanor mantenía la mirada fija en otra pieza: el colgante oscuro que reposaba en el alhajero. La gema brillaba con un fulgor insondable, casi vigilante. Recordó el instante en que Demian se lo había colocado: el roce tibio de sus dedos en la nuca, ese leve desfallecimiento del aliento… y aquella impresión extraña, difícil de nombrar, como si el mundo hubiese vacilado por un parpadeo.

—¿Prefieres esa otra pieza? —musitó Marion al notar su ensimismamiento.

Eleanor no respondió. Aquella joya la inquietaba desde hacía un mes, desde aquella noche en que empezó a llevarla con demasiada frecuencia, como si hubiese pasado a formar parte de ella.

—Ellie…

—¿Sí? —respondió con un suave sobresalto, como quien vuelve de un pensamiento profundo.

Marion la observó con atención. Hacía tiempo que no veía entera a su amiga. Eleanor parecía llevar un peso invisible, siempre dispersa, siempre cansada.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, sentándose junto a ella—. Si quieres, puedo escribirle una carta al Dr. Grey.

Eleanor desvió la mirada. Marion posó una mano sobre la de ella, con una dulzura que casi parecía pedir permiso.

—Puedo hacerlo con discreción —añadió Marion—. Tus padres no sabrán nada.

Eleanor finalmente volvió hacia ella, sonriendo con una delicadeza tenue al sentir la calidez de aquella mano sobre la suya.

—No, Marie. Estoy bien —murmuró. Aunque su voz dejaba huecos que la contradecían—. Solo que… tengo demasiadas preocupaciones. Y cuando creí conocerme, descubrí que quizá no es así. A veces… no sé quién soy.

—Ellie…

—Toda mi vida, me han inculcado el peso del apellido, de mi linaje como un símbolo de orgullo —su voz se quebró apenas—. Pero lo único que me deja es incertidumbre.

Marion guardó silencio. Tomó sus manos con suavidad, sin saber cómo consolarla sin cruzar límites que no le pertenecían. La puerta se abrió sin previo aviso. Marion se puso de pie de inmediato. Beatrice entró con un andar delicado pero decidido. Que apareciera sin anunciarse era inusual.

—Puedes retirarte, Marion. Yo terminaré los detalles —indicó con su habitual firmeza tranquila.

La doncella se inclinó y se retiró. Beatrice se colocó detrás de su hija y comenzó a ajustar su peinado con la precisión de un ritual. Las horquillas tintineaban mientras formaba la arquitectura perfecta. Luego apoyó las manos en los hombros de Eleanor.

—¿Cómo te sientes? —preguntó en un susurro maternal.

—Como debería sentirme —respondió Eleanor, abriendo y cerrando abanicos sobre el tocador sin mirar a nadie.

Beatrice se sentó en el diván e hizo un gesto suave para que se acercara. Eleanor lo hizo con una especie de resignación tierna, sentándose a su lado con las manos en el regazo.

—Sé que algo te inquieta —dijo la condesa—. ¿Es Charles? Pensé que habían resuelto sus diferencias.

No hubo respuesta inmediata. La estancia parecía contener la respiración. El resplandor dorado de los candelabros se deslizaba por el espejo y teñía las cortinas con un calor tenue. Las sombras serpenteaban sobre las paredes, como un pensamiento contenido.

—Si es eso lo que te preocupa… los Everleigh no asistirán esta noche. Al parecer las veladas en su residencia han resurgido.

—No es Charles —murmuró Eleanor.

—Entonces… ¿qué es?

Eleanor mantuvo la mirada baja, los dedos tensos sobre la tela del vestido. Finalmente, alzó los ojos hacia su madre. Beatrice reconoció aquel brillo al instante: lo había visto incontables veces en otras jóvenes, y también en su propio reflejo cuando tenía la edad de Eleanor. Era un destello que hablaba sin palabras, una inquietud que apenas podía ocultarse.

—A veces olvido lo mucho que has crecido —susurró Beatrice, con nostalgia—. Recuerdo cuando insistías en tomar el té en el invernadero antes de dormir. Eres mi única hija, Eleanor. Si algo no está bien, puedes decírmelo. Quizás pueda ayudarte.

—No, madre. No puedes —murmuró, sin dureza, solo con verdad—. El deber siempre estará por encima de todo.

Beatrice no respondió. La habitación adoptó una quietud que no era fría, sino frágil. Las cortinas se mecieron apenas, y el aroma a jazmín llenó el aire. Ninguna habló, pero aquello no las separó; era un momento suspendido, hecho de lo que no podía decirse del todo. Y aunque comprendió más de lo que Eleanor estaba dispuesta a decir, no insistió. Nunca lo hacía cuando advertía que el corazón buscaba resguardo. La condesa levantó la mano y acarició la mejilla de su hija con el dorso. Un gesto reservado para ocasiones excepcionales.

— Cuando quieras hablar, aquí estaré —susurró—.

Eleanor cerró los ojos, sosteniéndose en ese contacto unos segundos más. Luego Beatrice se levantó con la delicadeza de quien teme romper un hechizo.




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