La pista estaba vacía y era más grande de lo que había imaginado, un espacio enorme rodeado por altas vallas metálicas e iluminada por las luces de los faroles que daban al asfalto un brillo cálido. En el suelo había líneas blancas pintadas que delimitaban perfectas curvas rectas y cerradas. Había conos dispersos, aparentemente olvidados, y un par de autos estacionados al fondo, como guardianes silenciosos de aquel lugar.
El aire estaba impregnado de un leve olor a caucho quemado y gasolina. En un extremo, un pequeño edificio de ladrillos con un cartel desgastado tenía una ventana iluminada, probablemente un cuarto de vigilancia, aunque nadie parecía estar allí.
El silencio absoluto se rompía por el crujido de mis botas contra el pavimento mientras caminábamos hacia el auto. Todo se sentía tan desolado, pero al mismo tiempo había una energía en el ambiente que me contagiaba de emoción y nerviosismo.
—¿Nunca habías venido a un lugar como este, ¿verdad? —preguntó Calum, sacando de su bolsillo las llaves del auto.
—¿A una pista de entrenamiento? No, esto parece sacado de una película —respondí, girando sobre mí misma para observar mejor los alrededores.
La inmensidad del lugar me hacía sentir tan diminuta.
Calum sonrió, apoyándose contra el auto como si él mismo fuera parte de este lugar.
—Es perfecto para aprender. Sin tráfico, sin peatones, sin presión. Solo tú y el auto.
Me acerqué al vehículo, un sedán deportivo que parecía querer intimidarme con su lujo y aparente potencia. Cuando abrí la puerta del conductor, el volante parecía mucho más grande desde mi posición. Estando en el asiento, la pista se veía distinta, como un laberinto en el que fácilmente podría perderme si no prestaba atención.
Calum se ubicó en el lugar del copiloto, mostrándose ansioso por ejecutar su trabajo como maestro de conducción. Yo por mi parte, comenzaba a sentir que definitivamente no podría con esto.
—¿Lista? —inquirió, con una sonrisa plantada en su rostro que no ayudaba para nada a calmar mi nerviosismo.
—¿Listo tú para enfrentar la muerte conmigo al volante? —cuestioné de vuelta, cerrando los ojos con temor.
No sabía si me aterraba más el hecho de que saliéramos lastimados por mi culpa, o realizar algún daño en la pista.
—Qué exagerada —respondió, negando con la cabeza.
Después, me miró unos segundos, como si evaluara mi condición, tomó aire y suspiró.
—Escucha, lo primero que necesitamos es que te sientas cómoda. Ajusta el asiento para que puedas alcanzar los pedales sin problema. También asegúrate de que el retrovisor esté a la altura de tus ojos. Y las manos, ponlas en el volante, como si fuera un reloj: las 10 y las 2. Eso te dará más control.
Asentí y como pude seguí su primera instrucción.
—Ahora, pisa el freno y el embrague al mismo tiempo, eso es lo más importante antes de arrancar. Después, pon la palanca de cambios en primera.
Miré los pedales con duda, sin saber si iba a poder coordinar mis pies de manera correcta. Calum se dio cuenta de mi tensión.
—Calma, solo encenderás el motor y avanzarás unos pocos metros. Vamos a hacer esto lentamente, ¿ok? No hay prisa —intentó tranquilizarme, acariciándome el hombro.
Al lograr encender el motor, el sonido del vehículo me pareció casi un rugido, como si el auto esperara impaciente que lo pusiera en movimiento.
—Ahora suelta el freno lentamente y empieza a soltar el embrague muy despacio. Cuando sientas que el auto empieza a moverse, pisas un poco el acelerador. Es como un baile entre el embrague y el acelerador. No lo hagas rápido, es cuestión de encontrar el punto.
Mi pulso se aceleró, pero traté de seguir sus indicaciones, aunque no estaba segura de si lo estaba haciendo adecuadamente.
—Vas bien. —Él me observó con una sonrisa alentadora, como si hubiera leído mis pensamientos. —Recuerda, no te pongas nerviosa, todo lo que tenemos que hacer ahora es moverte un poco hacia adelante y luego detenerte de nuevo. Cuando frenes, pisa primero el freno con suavidad, y si es necesario, el embrague.
Mi pie fue con más confianza hacia el freno, y el auto se detuvo sin mucha resistencia.
—Perfecto —pronunció, claramente satisfecho—. Lo estás logrando. Ahora, lo siguiente es practicar el cambio de marchas. Cuando llegues a una velocidad constante, vas a sentir que el vehículo te lo pide. Lo único que tienes que hacer es soltar el acelerador, pisar el embrague y mover la palanca a segunda. Todo con suavidad.
No pude evitar soltar una risa nerviosa, imaginando lo difícil que sería todo eso.
—Aún no te preocupes por las marchas, sólo concéntrate en arrancar y detenerte sin dar un gran golpe al auto. —Me dio una mirada tranquila, como si estuviera seguro de que, aunque mi ansiedad pudiera jugar en mi contra, tenía tiempo de sobra para aprender.
Avanzando lentamente por la pista, comencé a sentirme más relajada.
—Esto no está tan mal —murmuré.
—Te dije que no era tan aterrador —respondió, con su tono de voz más suave.
Tener el auto bajo mi control consiguió que el temor desapareciera, siendo reemplazado por la ilusión y el entusiasmo de estar aprendiendo.
—¿Subimos la velocidad? —consultó, con su mirada intensa desafiando mis nervios.
—¿Crees que puedo? —mencioné, esperando que me brindara la seguridad que me faltaba.
—Por supuesto que puedes —afirmó, demostrándome con su expresión corporal que se sentía como un padre orgulloso cuando su hijo está aprendiendo a caminar.
Claramente una comparación patética de mi parte. Lo sé.
Respiré profundo y mis manos envolvieron el volante con más decisión. Él ajustó el asiento para observarme mejor y sus dedos rozaron mi hombro brevemente. Un toque tan sutil, pero que me hizo sentir una corriente cálida recorrerme.
—Solo confía en ti y conviértete en una sola con el auto —articuló con voz aterciopelada, transmitiéndome respaldo.