Calzones Rotos

Parte Uno: Triciclos.

—¿Entonces? ¿Qué vas a hacer? — quiso saber Ericka. 

—Nada — dijo regresando los centavos a la lata. 

—Pero es que eso no puede ser. Siempre te hace lo mismo. 

—Descuida. Cuando vaya al banco tomaré mi comisión —  dijo aún de mal humor.

—Dios. Tenemos que hacer algo Yaneth. Ya no podemos estar así. Aquí — decía mirando las cuatro paredes de la habitación de su amiga. 

—¿Y tú? ¿Qué te dijo tu papá hoy? 

—Lo mismo de siempre — contestó abrazándose las rodillas —. Que cuándo voy a tener un  trabajo de verdad. Que él no me va a dar dinero siempre. Bla. Bla. Bla. Y lo peor es que mi hermana le pidió dinero. 

—¿Otra vez?

—Sí. Que porque supuestamente no tiene ni para zapatos — dijo meneando la cabeza mientras miraba al techo y abriendo sus brazos en señal de exageración. 

—Y quién le dijo que tuviera cuatro hijos — masculló Yaneth en forma sarcástica. 

—¡Exacto!

—¿Y su marido? ¿Por qué no le pide a él? 



 

Ericka se encogió de hombros. 

 

—Al menos no vive en la misma casa. 

—Aunque eso no le impide llegar a pedir dinero — apuntó su amiga. 

—Sí — aceptó asintiendo. 

—Por lo menos iremos hoy a trabajar — concluyó con decepción apoyando la barbilla sobre sus rodillas.

—Solo yo. Recuerdas. 

—Ah sí. Lo olvide. Bueno, yo iré a  ver el otro trabajo. A ver qué tal. Entonces ya me voy. 



 

Se despidieron con un abrazo prometiendo que pronto saldrían de aquella miseria. Y no es que vivieran en pobreza extrema, comiendo con menos de un dólar al día o alimentándose de pájaros, mendigando o algo así. No. En realidad, tenían relativamente todo. Casa, agua, luz, wifi y comida. A cambio de no tener independencia económica ni un centavo en el bolsillo la mayor parte del tiempo. 


 

Había demasiadas necesidades y los pequeños sueldos de trabajos temporales no eran suficientes. O quizá sí, de no ser por el hecho de que al solo recibir el minúsculo sueldo, de pronto aparecían deudas y pagos por doquier. Y el detestable sentido de responsabilidad que les hacía ceder muchas veces ante los lloriqueos de sus padres. O ser asaltados como en esa ocasión lo fue Yaneth al descubrir que su madre había entrado en su habitación y sacó los pocos o mejor dicho, el último billete guardado que ella tenía en la lata con la excusa de ir  a pagar un recibo pero que al final el dinero terminó siendo destinado a chucherías, comida chatarra y un viaje al supermercado de dónde no salió nada de provecho. 



 

—Es que estaba cerrado. 

—Pues claro. Es sábado. Cierran al mediodía — dijo molesta. 



 

Tenía que hacer algo. Ahorrar. Sí. Ahorrar. Pero con esas familias, era muy difícil. 


 

La siguiente semana, Ericka ya no tenía empleo. 



 

—Y qué pasó — preguntó Yaneth mientras hacían la fila para el cajero. 

—¿Recuerdas que me dijo que me llamaría cuando me necesitara? 

—Ajá.

—Pues no llamó toda la semana. Fui hoy en la mañana y me dijo: Ay. Es que ha estado muy malo hija. Por eso no te llamé. Quizá ya no vamos a poder llamarte — repetía aquello con una voz fingida. Chillona —. Vieja. Mejor me hubiera dicho de una vez que ya no tenía trabajo. 

—Maldita — apoyó su amiga con indignación. 



 

De pronto se quedó observando el estante contiguo al cajero. Las frituras estaban ahí. Papas, pretzels, plátanos, galletas y demás. A Yaneth le gustaban las papas. Pero no cualquiera, le gustaban las papas de marca, las de bolsita amarilla y las de botecito. Las marcas por las que te cobran más por el empaque que por el producto. ¿Y galletas? Oreo o con chispas de chocolate pero de las buenas. Barras integrales de marca y chocolates Hershey's. Su madre siempre le decía que tenía gustos demasiado costosos, lujosos. 


 

Mentalizada con la idea de que no compraría nada de eso, regresó la vista a la fila y avanzó un lugar. En eso, Ericka le dió un codazo para llamar su atención. 



 

—Ay. Qué pasó —se quejó. 

—Mira. Mira. Mira — decía clavando los ojos en una camioneta plateada Mercedes Benz. Era hermosa. Centellaba al sol. 

—Uau — reconoció alzando las cejas. 

—Algún día — dijo con un suspiro. 



 

El auto se estacionó frente a la cafetería donde estaba el cajero. Pero su conductor no salió. 



 

—Yo me conformo de momento con terminar de arreglar la bicicleta — comentó Yaneth de forma irónica. No quería poner tan altas sus expectativas. Tener su propio transporte y que le ahorraba el gasto de gasolina era bastante en realidad. 

—¿Te imaginas tener una de esas? O mejor, que nos salga un novio súper rico con un auto así — decía con tono soñador. 




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