Calzones Rotos

Parte Dos: Huevos.

{Agosto} 

Un medio turno en la sorbeteria (o heladería), otro medio turno en "Las carnitas", un pequeño negocio de carnes asadas y otros platos similares. El otro medio turno de la tienda, los días de repartidora en la pupusería, y los tres días completos en el ciber café, completaban un sueldo menor al básico al final del quince de cada mes de Yaneth. Y el horario laboral de Ericka era muy similar, restando el último despido pero que gracias al cielo logró reponerlo siendo mesera en otro negocio de comida cerca de la casa. 


 

Ese día era Viernes, significaba mucho trabajo en el ciber café con todos los alumnos y padres haciendo las cosas a última hora. Felipe, su jefe, apareció a la hora que solía llegar para relevarla del turno. 


 

De unos días para acá, Felipe había comenzado a mostrarse demasiado… cercano físicamente. Ahora que vivía en la misma casa que era el negocio, la irritación por tenerlo ahí cerca demasiado tiempo era suficiente como para estresar a cualquier empleado. Sin embargo, en el caso particular de Yaneth, el estrés era peor pues Felipe mostraba cierto interés romántico. Cosa que para Yaneth era lo más detestable en todos los sentidos. No solo por el desalineado y despatarrado aspecto de Felipe físicamente, aunque eso era lo más pesado en la balanza al igual que sus casi doscientas libras acumuladas en el abdomen y, sumado a ello, veinticinco años de diferencia. Era claro que se trataba de la crisis de los cuarenta. 


 

Cuando los clientes se fueron marchando, Felipe fue ubicando su silla más y más cerca de la de Yaneth. Ya no solo le bastaba compartir el estrecho espacio de trabajo si no que además querer ponerle la mano encima cada vez que podía. 


 

Pero ese no era un buen día. No para ser estúpido como Felipe lo estaba haciendo. 



 

—¡Ya le he dicho que no me toque! — soltó golpeando la mesa del escritorio sobresaltando al otro. 

—Perdon. Es que yo…  —comenzó a decir con su absurda voz nasal como si fuera un niño al que acababan de reprender. 

—Bueno ahí está todo. Esto lo vendrán a traer más tarde y me faltó terminar de pasar ese digitado. Ya me voy — dijo recogiendo sus cosas saliendo de ahí sin importar el aguacero que caía afuera. 




 

—Que idiota — soltó Ericka cuando Yaneth le contó al día siguiente lo sucedido. 

—Y hasta me envió estos mensajes — agregó pasándole el teléfono. 

—Por Dios. Es peor que adolecente. ¿Y qué harás?

—No sé. El trabajo me gusta y he aprendido mucho. Y la paga es fija pero… — meditaba con tristeza. 

—No te preocupes. Ya veremos cómo se porta el Domingo que llegues — Le consoló pasando el brazo por sus hombros. 

—Y a tí cómo te fue. 

—Bien. Aunque no me gusta que venden cerveza y pues, hay que aguantar los chistes de los borrachos y sus estupideces. Anoche terminé a las doce. Me fui porque era tarde pero, aún habían clientes bebiendo. 

—Pareciera que solo hay empleos de casi-putas — dijo. Las dos se pusieron a reír. 

—A las otras muchachas parece no molestarles. Decían que ya habían trabajado en lugares así. Y las vieras en qué fachas llegan. Yo me veo como monja con estas licras que mi mamá dice que me quedan demasiado ajustadas. 

—Y yo. Con estos pantalones que ya no me entran. El otro día se me rompió uno cuando estaba repartiendo — admitió cubriéndose la cara con las manos. 



 

Ericka se echó a reír. 



 

—¿Y anduviste así toda la noche? 

—No. Damaris me prestó un pantalón. Por suerte me queda su ropa.



 

Ericka siguió riendo ante la triste historia de su amiga hasta que se detuvo apenada. 



 

—Juremos que por muy difícil que se ponga la cosa. Jamás. Jamás nos prostituiremos o nada parecido — dijo alzando su paleta de hielo roja. 




 

Yaneth sonrió y asintió pegando su paleta de limón como espada ante el juramento antes de salir en la cruzada. 



 

—Mira. Mira. El Mercedes — dijo Ericka siguiendo con la mirada el auto que estaba del otro lado de la calle. 



 

La lujosa carrocería parecía coquetearles mientras pasaba frente a ellas quienes se habían sentado en la acera a comer la merienda fría y con las bicicletas atrás. Un destello de sol sobre el polarizado parabrisas las cegó un segundo. Fue casi como si les hubiera dedicado un guiño. 



 

—Algún día — repitió Ericka con tono esperanzador. 



 

Cuando Yaneth llegó a casa, su madre se quejaba de que todas las cacerolas estaban arruinadas. 



 

—¿Y qué se supone que harías aquí? — preguntó al ver que el fondo de la sartén tenía una capa pegada del intento de comida. 

—Huevos. Pero todo se pegó — se quejó revolviendo aquello en su plato. 

—Tenías que ponerle margarina o aceite — señaló tomando el objeto con un trapo pues se le había caído el mango sujetador. 




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