Calzones Rotos

Parte Once: La verdad.

Pensar en que Miguel estaba visitando a su hermano en el hospital a pesar de seguir cometiendo los mismos errores le hizo sentir un peso tremendo de conciencia. Así que, al ver el mensaje de Ericka de que se la pasaría hasta tarde con Tony en casa de sus padres, cogió las llaves y el abrigo. 

 

 

Mientras caminaba hacia la parada del autobús, la imagen de una pareja andando del otro lado de la calle le recordó que había otra cosa que le pellizcaba los pensamientos. Ésta vez no se trataba de un asunto relacionado con sus familiares, más bien tenía que ver con su amiga y su nuevo novio que, para el corto tiempo que llevaban juntos, parecían ir muy en serio. Como eso de visitar a la familia de Ericka. Ella nunca invitó a alguno de sus novios, y vaya que tuvo en variedad y abundancia en el pasado. Se alegraba porque su amiga parecía haber encontrado su media naranja pero, temía que aquella naranja, solo fuera atractiva por fuera. 

 

 

Había algo sobre Tony que no le gustaba mucho. Desde el día en que Ericka apareció diciendo entusiasmada que aquel caza talentos las llevaría a la cima del mundo del modelaje, cosa que había sido el sueño truncado y recóndito de su amiga pues, las posibilidades de crecer como ese tipo de artista en una ciudad y región como la suya eran casi nulas, así que al ver la oportunidad soñada proviniendo de los labios de un tipo bien vestido y de remate apuesto, no podía pasar desapercibida. Las sospechas se reforzaron cuando detuvieron a Tony arrastrando a la pobre de Ericka en aquel barullo de la fiesta. Temía que pudiera ocurrirle de nuevo. Y que ésta vez fuera sin posibilidad de salvarse. 

 

 

Miró por la ventana de la buseta repasando las conocidas calles hasta llegar a la parada no señalada que era la tienda de la niña Pazita.  

 

 

No habían pasado ni cinco segundos de cuando atravesó el umbral de la casa, cuando su madre ya estaba dando gracias al cielo porque había llegado. Resulta que ya no había gas así que la señora trataba de encender carbón en el patio exterior con tal de poder preparar algo de comer. Pero cuando Yaneth se asomó para ver cómo iba la labor, la decepción fue aún mayor a la ya predispuesta. Si es que era posible. Su hermano permanecía tumbado cerca de donde se supone que se haría la "parrillada". No hacía más que quejarse de que el carbón no servía y que el fuego nunca iniciaba. Y de paso seguía con los ojos en la pantalla del teléfono.

 

 

La madre comenzó a bramar reclamos de lo mucho que ella hacía y reprochando lo poco o mínimo que él aportaba. Pronto, por no decir en un santiamén, la discusión se volvió acalorada. 

 

 

Yaneth ya se había deslizado a la cocina para ver qué pretendía en realidad su madre preparar para la cena. Pero resultó que la nevera estaba completamente vacía. No había nada más que un trozo de margarina mal envuelto en el papel, sobras ya pasadas y que despedían un olor rancio de la nevera al solo abrirla. Un fuerte olor a cebolla que se mezclaba con esos perfumes y el sabor amargo de algo cítrico tal vez que iba en ese mismo camino de pudrición. El congelador no guardaba más que la escarcha de siempre doblemente acumulada en las paredes ya que nadie había limpiado el refrigerador. Así como tampoco se habían molestado en los derrames de diferentes líquidos en las paredes y repisas del interior de la nevera. Pan congelado que seguro se había vuelto piedra en la esquina del congelador y unas tortillas tan duras que parecían de cemento, estaban escondidas entre tres mantillas, cada una con más sobras y trozos de masa. Cerró tratando de evitar las náuseas y una comezón le recorrió el cuero cabelludo. El caos era evidente en esa casa sin su presencia. 

 

 

Ya no escuchaba los gritos y acusaciones de afuera cuando se puso a buscar el número para pedir que trajeran el gas a domicilio. 

 

 

 

 

—Iba a pedirte el número del gas. No lo tengo — anunció la mujer que se notaba que acababa de levantarse. Cabe señalar que eran casi las cinco de la tarde. O que como mínimo no se había bañado en todo el día según lo indicaba sus ropas de pijama masticadas por las sábanas y el pelo hecho un nido de aves. Llevaba su mandil puesto como si fuera una cocinera en plena labor aunque en realidad no estuviera cerca de una cocina y las manchas de grasa vieja ahora eran más y curtían la tela del trapo que le envolvía la parte frontal del cuerpo.

 

 

 

—Recuerdo que te lo di — dijo dando con el contacto deseado. 

—Ay sí. Pero creo que lo perdí — contestó con aquel tono de dejadez que tanto le molestaba que usara. 

 

 

 

>>Como siempre, atendida a que yo resuelva todo.<< Farfulló para sus adentros. 

 

 

 

—Te lo anoté aquí — señaló apuntando el gran papel amarillo pegado a la nevera con un imán. Esperaba en la línea a que contestaran mientras trataba de no mirar a ningún lugar en específico pues por todos lados donde mirara, estaba sucio. 

—Ay. No lo ví — dijo abanicándose con la mano —. He estado haciendo tantas cosas — decía. 

 

 

 

>>Ajá. Cómo no.<< 

 

 

 

—Limpiando — añadió ante el silencio de su hija —. Ahora a mí me toca hacer todo — concluyó en forma de queja y con la pequeña reclamación en el tono de voz y sus palabras.

 

 

 

Yaneth le ignoró consciente de que era difícil de creer y al mismo tiempo creíble pues su hermano era un ser que no existía más que para comer y respirar. Ni siquiera dormir pues no hacía más que pasar en el ordenador totalmente ajeno al mundo real que estaba más allá de sus videojuegos y los miles de seguidores en sus perfiles. 

 

 

 

—¿Y…? — comenzó diciendo la mujer que era su madre y no dejaba de parlotear y dar vueltas por todos lados. Tocando todo y al mismo tiempo sin hacer ninguna labor en específico pues todos los movimientos o intenciones, quedaban a la mitad y dando como resultado aún más desorden — ¿Podrías prestarme para el gas? Es que… 




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