El salón de la mansión de Sarah estaba iluminado con la tenue luz de una lámpara antigua. La abuela observaba con esa mezcla de orgullo y severidad que siempre cargaba, mientras Robert se mantenía serio, repasando algunos documentos que había dejado sobre la mesa. Todo estaba en calma, hasta que la puerta principal se abrió de golpe y entró un joven de sonrisa descarada, el saco mal puesto y una mancha evidente de café en la camisa blanca.
—¡Abuela! —exclamó, soltando una carcajada que llenó la sala—. ¡Por fin llegué! Y créame, vine a darle la mejor noticia de su vida.
Sarah arqueó una ceja, mientras Robert lo miraba con paciencia limitada.
—¿Qué hiciste ahora, Alex? —preguntó Robert, sin levantar demasiado la voz.
—Nada malo, primo —contestó Alex, con aire de niño travieso—. Al contrario… encontré a la mujer de mi vida.
Sarah entrecerró los ojos.
—¿Y cómo se supone que vamos a creer en ese “amor a primera vista”? —preguntó con ironía.
Alex se dejó caer en un sillón, aún con la camisa manchada.
—No, abuela, no se burle. Fue real. La conocí de la manera más torpe posible. Derramo café sobre mí, le grite que había arruinado una de mis mejores camisas, pero cuando la vi con las tijeras en la mano… por un momento creí que me iba a atravesar el pecho por haberle gritado de esa manera. —rió, llevándose una mano al corazón—. Y, sin embargo, lo que hizo fue seguir contando la tela en la que estaba trabajando, y lo que logro en pocos minutos con la tela fue asombroso. Esa mujer no solo es hermosa, es brillante. Tiene magia en las manos.
El silencio en la sala fue pesado. Robert se tensó, sus dedos tamborileando contra los papeles, como si intentara mantener la calma. La descripción… le resultaba demasiado familiar.
Sarah lo notó.
—¿Y cómo dices que se llama esa chica? —preguntó con voz afilada.
Alex sonrió con malicia, como si disfrutara del misterio.
—Todavía no lo sé, pero eso lo voy a solucionar mañana mismo.
Robert desvió la mirada, incómodo. La imagen de Grace, con sus tropiezos y torpezas, con sus tijeras siempre listas y esa pasión por transformar lo simple en extraordinario, volvió a su mente con fuerza.
No podía ser ella…
No debía ser ella.
Sarah, en cambio, sonrió de lado, como quien sabe más de lo que aparenta.
—Bueno, Alex —dijo, con tono ambiguo—. Será interesante conocer a esa muchacha.
Y mientras Alex seguía divagando, Robert luchaba contra la duda que empezaba a crecer dentro de él. ¿Podía haber dos mujeres con la misma descripción? ¿O era Grace, una vez más, encontrando la manera de colarse en su vida, aunque él creyera haberla dejado atrás?
El eco de la risa de Alex todavía flotaba en el salón cuando se marchó a sus aposentos. La mansión quedó en un silencio incómodo, apenas roto por el repiqueteo de los anillos de Sarah contra la copa de cristal que tenía en la mano. Robert, en cambio, permanecía rígido, con la mandíbula apretada y los ojos fijos en la mesa como si quisiera atravesarla.
—¿Qué te pasa, Robert? —preguntó Sarah, con esa calma venenosa que tanto lo irritaba.
Él soltó el aire bruscamente, se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro.
—Lo que me pasa —dijo, con un filo en la voz que pocas veces dejaba salir— es que tu nieto describe a una mujer… ¡y suena exactamente como Grace!
Sarah lo observó sin inmutarse, con esa frialdad que lo desarmaba.
—¿Y? —preguntó, ladeando la cabeza—. ¿Eso te molesta porque todavía no la superas?
Robert giró hacia ella con el ceño fruncido, como si esas palabras lo hubieran azotado.
—¡Tú lo sabes muy bien abuela! —gruñó, golpeando la mesa con la palma de la mano—. Grace fingió torpeza, me hizo creer que era distinta, y ahora resulta que estaba metida en tu maldito plan desde el principio. Y yo… yo fui tan estúpido que bajé la guardia con ella.
Por primera vez en mucho tiempo, Sarah dejó la copa a un lado y se inclinó hacia adelante, sus ojos oscuros clavados en él.
—¿Te atreves a acusarme de conspirar con esa muchacha? —preguntó, con voz helada—. Escúchame bien, Robert: yo no conocía a ninguna de esas participantes antes del primer día del show. Ni una.
El corazón de Robert dio un vuelco.
—¿Qué…?
Sarah se enderezó, con esa postura de reina que jamás abandonaba.
—No confundas mis estrategias con tus debilidades. Si esa chica te importó, no fue porque yo la pusiera en tu camino, sino porque ella encontró la forma de entrar en tu vida. Eso no lo planeé yo, lo planeaste tú con cada mirada y cada palabra que le diste.
Robert retrocedió un paso, como si esas verdades lo hubieran golpeado en pleno pecho.
—Entonces… —murmuró, más para sí mismo que para ella—. ¿Si no fue cosa tuya…?
Sarah sonrió con frialdad.
—Entonces significa que la vida, o el destino, o tu corazón —lo que prefieras— ya habían decidido ponerte a prueba. Y, por lo que veo, fracasaste.
El silencio que siguió fue más pesado que cualquier grito. Robert sintió que la ira, la culpa y la confusión lo devoraban al mismo tiempo.
Y ahora, con la sombra de Alex describiendo a alguien tan parecida a Grace, la duda crecía como un veneno imposible de ignorar.