Sarah Walker sabía cuándo intervenir y cuándo quedarse en la penumbra, observando como un gato viejo y astuto. Esa noche, mientras los dos nietos estaban cada uno encerrado en su propio orgullo, ella llamó a Alex a la terraza de la mansión.
El aire olía a jazmín y a tormenta lejana. Alex apareció con una taza de café.
—¿Me querías ver, abuela?
—Sí, querido —Sarah lo miró con esa mezcla de dulzura y picardía que solo ella podía conjugar—. Dime algo… ¿viste los videos del reality?
Alex asintió, serio.
—Los vi todos.
Sarah entrecerró los ojos.
—¿Y viste lo mismo que yo?
Hubo un silencio breve. Alex miró al horizonte antes de responder.
—Sí, abuela. Lo vi. La chispa entre Robert y Grace. No fue actuación. Fue real.
Sarah sonrió apenas, con un brillo de triunfo en la mirada.
—Sabía que no era cosa mía. Y ahora entiendes por qué no debes fijarte en ella.
Alex se giró hacia ella, sonriendo con ternura.
—Lo sé, abuela. Créeme, lo entendí. Yo no soy de esos. Jamás me metería con la mujer de un amigo… y mucho menos con la de mi primo.
Sarah suspiró, satisfecha, aunque sin perder del todo la cautela.
—Me alegra escucharlo. Tu primo es un idiota testarudo, pero… cuando se trata de Grace, por primera vez en años lo veo vivo. Y eso no lo pienso desperdiciar.
Alex rio suavemente.
—Entonces estamos de acuerdo. Yo solo quería entender. Ahora lo tengo claro.
Sarah lo miró de arriba abajo, como quien examina una jugada en el tablero de ajedrez.
—Eres un buen muchacho, Alex. Pero no olvides: la chispa entre esos dos puede quemar a cualquiera que se acerque demasiado.
Alex bajó la mirada, pensativo, mientras la abuela se alejaba con el bastón resonando contra el mármol, satisfecha de haber alineado otra pieza más en su plan.