Grace lo apartó con fuerza, jadeando, con la piel ardiendo aún por el roce de sus labios, pero con la voz firme como nunca antes.
—¡No te atrevas, Robert! —gritó, empujándolo con ambas manos—. ¿Ahora sí vienes a buscarme? ¿Después de eliminarme frente a todos como si fuera un estorbo? ¿Después de mirarme como si no valiera nada?
Robert retrocedió un paso, sorprendido por la rabia en sus ojos.
—Grace…
—No —lo interrumpió, temblando—. No me busques solo porque Alex apareció. No me quieras solo cuando me ves con otro. Tú me eliminaste, Robert. Tú me miraste como si fuera invisible. No puedes borrar eso con un beso.
El silencio cayó como un balde de agua helada.
Robert la observó, con la mandíbula tensa, los ojos oscuros, su expresión tan gélida que le hizo doler el pecho.
—Tienes razón —dijo finalmente, en un tono bajo y cortante—. No debí buscarte.
Grace sintió que esas palabras le arrancaban el aire, pero no respondió. No podía.
Él se apartó, dio media vuelta y, sin mirar atrás, salió del apartamento. Su ausencia llenó el lugar como una sombra, y Grace se dejó caer en el sofá, abrazándose las rodillas mientras las lágrimas caían sin permiso.
Robert, en cambio, endureció su corazón. Decidió enterrarla en lo más hondo de su memoria. La eliminó del show, y ahora la eliminaba de su vida. No pensaría en ella, no la recordaría, no perdería un minuto más en esa mujer que lo desarmaba.
Al menos, eso creyó.
Porque todo volvió a encenderse cuando a su mente venían recuerdos de Grace sonriendo con Alex. Ese detalle fue suficiente para que la rabia lo devorara, para que los celos lo traicionaran, para que entendiera que no importaba cuánto fingiera… ella seguía siendo la única capaz de romperle las defensas.
Grace no podía respirar dentro de ese apartamento. El aire se había vuelto espeso, cargado de recuerdos y reproches. Tomó su bolso sin rumbo fijo y salió corriendo hacia la playa, dejando que la brisa nocturna y el murmullo del mar la envolvieran.
Caminaba descalza, sintiendo la arena fría entre los dedos, con lágrimas que ya no sabía si eran de rabia, dolor o cansancio.
—¿Por qué, Robert? —murmuró para sí, con la voz rota—. ¿Por qué tenía que doler tanto?
Mientras tanto, no muy lejos, Robert había hecho lo mismo. Buscando en el mar la calma que se le escapaba entre los dedos. El traje aún impecable, los zapatos llenándose de arena, pero sin importarle nada.
“Si sigo cerca de ella en este estado… voy a cometer una locura”, se repetía. Y sin embargo, ahí estaba, caminando hacia el mismo horizonte que ella.
El destino, terco, los puso frente a frente.
Grace levantó la vista y lo vio. Silueta erguida, mirada oscura, el mar iluminándolo con reflejos plateados. Sintió que el corazón le golpeaba el pecho.
—¿Tú? —dijo ella, con la voz cargada de todo lo que intentaba callar.
Robert la observó en silencio unos segundos. Había fuego en sus ojos, pero su mandíbula tensa lo mantenía bajo llave.
—No quería hablar contigo… —confesó él, con un susurro grave—. No así. No en este estado.
—Pues aquí estamos —respondió ella, cruzando los brazos, como si ese gesto pudiera protegerla de la marea de sentimientos—.
El viento agitó su cabello, y por un momento ambos se quedaron en silencio, el oleaje marcando un compás doloroso entre ellos.
Robert apretó los puños.
—Grace… yo… —dio un paso hacia ella y luego se detuvo, como si cada músculo luchara entre acercarse o huir—. No entiendes lo cerca que estuve de perder el control hace un rato.
Grace tragó saliva, sintiendo cómo el corazón le suplicaba que lo dejara continuar, pero su orgullo la frenaba.
—No soy tuya para que me controles o me ignores a tu conveniencia, Robert.
Él cerró los ojos, como si esas palabras lo atravesaran.
—Lo sé —susurró, y al abrirlos, estaban llenos de una intensidad que la desarmó—. Y eso es lo que más me enloquece.
La marea subió, mojándoles los pies. Ninguno se movió. Solo permanecieron ahí, bajo la luna, enfrentando la verdad que ninguno quería admitir pero que el mar parecía susurrarles sin tregua.