El silencio entre ellos era tan denso como la brisa salada que los envolvía. El oleaje mojaba sus pies, pero ninguno retrocedía.
Robert fue el primero en romperlo. Su voz era grave, ronca, como si cada palabra le costara.
—Grace… no puedo seguir fingiendo. No son solo celos. No son solo impulsos. Te necesito. Y lo peor… —hizo una pausa, apretando los puños— es que lo supe desde ese maldito reality.
Grace lo miró sin parpadear, el corazón desbocado.
—¿Entonces por qué me eliminaste? —preguntó con la voz quebrada—. ¿Por qué me miraste como si fuera nada?
Robert bajó la mirada, dolido, y se pasó una mano por el cabello empapado de humedad marina.
—Porque fui un imbécil. Porque Vanesa vino a mí con veneno en la lengua y me habló de ti. Me dijo que eras parte del plan de mi abuela, que tu torpeza era fingida… que todo lo que veía en ti era una actuación. Y lo creí.
Grace sintió que el aire le abandonaba el pecho.
—¿Le creíste a ella? —susurró, con lágrimas brillando en sus ojos.
Robert la sostuvo con la mirada, como si quisiera tatuar cada palabra en ella.
—Sí. Y fue el error más grande de mi vida.
El dolor en Grace se mezcló con rabia. Dio un paso atrás, pero Robert la siguió, desesperado.
—¡Mírame, Grace! —pidió, tomándola suavemente por los brazos, temblando como nunca antes—. No me importa si me odias, pero necesito que sepas la verdad. Creerte culpable fue más fácil que aceptar lo que me pasaba contigo. Porque contigo… me pierdo. Y yo no sé perder el control.
Ella lo miró, con lágrimas cayendo libremente.
—¿Y ahora qué quieres? ¿Que te perdone solo porque lo admitiste?
Robert negó con la cabeza, con una sonrisa rota.
—No. Quiero que me perdones porque voy a demostrarte, cada segundo de mi vida, que estaba equivocado.
El mar los envolvía en un murmullo eterno. Grace quiso apartarse, pero algo dentro de ella se rompió. Tal vez fue la sinceridad en sus ojos, tal vez el temblor en su voz, o tal vez porque también lo necesitaba aunque le doliera admitirlo.
Él la besó otra vez, pero esta vez no fue un impulso, fue una súplica, una promesa, un puente sobre todo lo que habían roto. Grace lo recibió con lágrimas en las mejillas, dejándose llevar, dejándose sanar.
Cuando se separaron, Robert la abrazó con fuerza, hundiendo el rostro en su cabello.
—Dame este fin de semana, Grace. Solo eso. Si después quieres volver a odiarme, lo aceptaré. Pero déjame tenerte aunque sea dos días, sin cámaras, sin mentiras, sin nadie más que nosotros.
Grace cerró los ojos, el corazón latiendo como un tambor. Sabía que debería decir que no. Que lo correcto era mantenerse firme. Pero… lo correcto y lo que sentía nunca habían estado más lejos uno del otro.
—Dos días —susurró, vencida—. Solo dos.
Robert sonrió contra su piel, como si le hubieran devuelto la vida.
—Dos días serán suficientes para que nunca quieras dejarme.
Y así, bajo el murmullo del mar y la luna como testigo, comenzó un fin de semana que lo cambiaría todo.
Dos días para siempre
El amanecer iluminó la playa con tonos dorados. Grace se despertó en la casa frente al mar, envuelta en una sábana ligera y en un silencio distinto: sin cámaras, sin jurados, sin la presión de ser juzgada. Solo ella, el murmullo de las olas… y Robert, preparando café en la cocina como si fuera un mortal cualquiera.
—¿Tú… cocinas? —preguntó Grace, con la voz aún somnolienta, apareciendo en la puerta con el cabello hecho un caos.
Robert levantó la ceja, divertido.
—¿Cocinar? No. Pero apretar el botón de la cafetera es una de mis mayores habilidades.
Grace soltó una risa entre dientes, y casi tropieza con la alfombra. Él alcanzó a sujetarla por la cintura justo a tiempo.
—Siempre salvándome de caer —murmuró ella, ruborizada.
—O tentándome a dejarte caer para poder recogerte —replicó él, con una sonrisa peligrosa.
La tensión chisporroteó entre ellos, pero Grace lo apartó con un resoplido fingido y fue directo por una taza de café.
El resto de la mañana transcurrió entre torpezas y complicidades. Grace intentó ayudar a cortar fruta, pero terminó lanzando medio mango al piso. Robert, que nunca se permitía perder el tiempo, se descubrió riendo con ella mientras recogían los pedazos.
—Eres un desastre encantador —comentó él, mirándola con ojos cálidos.
—Y tú eres un mandón insufrible —contestó Grace, aunque la sonrisa la traicionaba.
Más tarde, caminaron por la orilla del mar. Grace se quitó los zapatos, corriendo como niña pequeña, y Robert, que siempre controlaba cada paso en su vida, terminó siguiéndola, dejándose salpicar por las olas. No recordaba la última vez que había reído así.
La tarde los sorprendió en una hamaca, Grace dibujando bocetos en una libreta mientras Robert la observaba con fascinación.
—Cuando diseñas, es como si no existiera nada más —dijo él en voz baja.
Grace levantó la mirada, mordiéndose el labio.
—Es lo único que siempre me ha dado sentido.
Robert inclinó la cabeza, tomándole la mano con suavidad.
—Hasta ahora.
El beso que siguió no fue torpe ni apresurado. Fue lento, profundo, cargado de todo lo que habían callado. Ese día, la pasión se mezcló con risas, con arena pegada a la piel, con el calor del sol y el frío del agua.
La noche trajo vino, confidencias y promesas que ninguno se atrevía a nombrar.
—Dos días —recordó Grace, recostada sobre su pecho, con el sonido de su corazón como arrullo—. Dijimos solo dos días.
Robert acarició su cabello, besando su frente.
—Entonces haré que valgan por una vida entera.
Y en ese instante, ninguno de los dos pensó en el lunes, ni en la abuela Sarah, ni en Alex, ni en las sombras que aún los esperaban. Solo en ellos, en la playa, con un tiempo prestado que sabían que nunca olvidarían.