Robert insistió en acompañarla a todos los exámenes, aunque Grace se quejó mil veces de que no hacía falta.
—Grace, no pienso dejarte sola en nada de esto —repitió mientras firmaba en recepción como si fuera él el paciente.
Primero vino la toma de sangre. Grace se sentó en la camilla, relajada, mientras la enfermera preparaba la aguja. Robert, en cambio, se puso pálido.
—¿Seguro que no duele? —preguntó, más nervioso que ella.
—Robert, por favor, he sobrevivido a un reality show, creo que puedo con una aguja —dijo entre risas.
Pero en cuanto la aguja tocó su piel y la sangre empezó a llenar el tubo, Robert se tambaleó.
—No… no… estoy bien… —balbuceó, antes de desplomarse en la silla junto a ella.
La enfermera tuvo que abanicarlo mientras Grace, con el brazo todavía extendido, soltaba una carcajada.
—¿Y este era el que decía que me iba a cuidar? ¡Ay, Robert!
Más tarde, llegó el turno de la ecografía transvaginal. Grace abrió los ojos como platos cuando la doctora le explicó el procedimiento.
—¿Me va a meter qué? —exclamó, mirando el equipo con horror.
Robert, todavía recuperándose del susto de la sangre, intentó mantener la compostura.
—Tranquila, Grace, es un procedimiento normal… —empezó a decir.
—¡Normal para ti que no eres la que está ahí acostada! —le lanzó ella, indignada, aunque el sonrojo le subía por las mejillas.
Entre risas nerviosas y un par de quejas teatrales, Grace finalmente aceptó. Y entonces, el caos se transformó en magia: un sonido fuerte y rápido llenó la sala. Tum, tum, tum, tum.
Los dos quedaron en silencio. Grace apretó la mano de Robert con fuerza, los ojos llenos de lágrimas.
—¿Eso es…? —preguntó con voz temblorosa.
La doctora sonrió.
—El corazón de su bebé. Todo marcha bien.
Robert no pudo contenerse, le besó la frente y luego la mejilla, mientras murmuraba:
—Es nuestro, Grace… nuestro pequeño.
La doctora continuó revisando y dijo:
—Según las medidas, la concepción fue hace unas semanas… alrededor de esa fecha. —Le mostró el calendario en la pantalla.
Grace y Robert se miraron, y no hubo necesidad de palabras. Ambos sabían qué día había sido: esa noche en la playa, cuando después de tanto tiempo separados, no pudieron pensar en nada más que en ellos.
Grace rió entre lágrimas.
—Claro, justo ese día… Tenía que ser.
Robert la abrazó, todavía con la emoción vibrando en su pecho, convencido de que ese corazón diminuto había llegado para unirlos más de lo que nunca imaginaron.
La noticia para la abuela
Robert y Grace salieron de la clínica con el sobre de resultados y una copia impresa de la ecografía en la mano. Grace lo llevaba contra el pecho como si fuera un tesoro. Robert, en cambio, parecía incapaz de dejar de mirar la imagen borrosa en blanco y negro.
—¿Estás seguro de que tenemos que ir directo donde tu abuela? —preguntó Grace, nerviosa, ajustándose la bufanda como si quisiera esconderse detrás de ella.
—Grace, tú no entiendes. Mi abuela lleva años soñando con este momento. Si no se lo digo hoy, me deshereda y de paso me mata del susto. —Robert bromeó, pero en el fondo estaba tan ansioso como ella.
Sarah los recibió en el salón, con su clásica bata de seda color vino y el té servido en una vajilla que solo sacaba para “las grandes ocasiones”.
—¿Y a qué debo el honor de que mis dos consentidos lleguen sin avisar? —preguntó, arqueando una ceja.
Robert no se aguantó y puso la ecografía sobre la mesa.
—Abuela… vas a ser bisabuela.
El silencio duró exactamente tres segundos. Luego, Sarah se levantó de golpe, llevándose las manos al pecho.
—¡Ay, Señor bendito! ¡Al fin! —exclamó, y sin previo aviso, comenzó a llorar y a reír al mismo tiempo.
Se giró hacia Grace y la abrazó con fuerza, casi ahogándola contra su perfume intenso.
—¡Sabía que tú eras la indicada! Siempre lo supe, aunque no te lo hiciera tan fácil. Mira nada más, ¡mi bisnieto!
—Aún no sabemos si será niño o niña… —intentó aclarar Grace, pero Sarah ya estaba en otro mundo.
—¿Cómo que no? Yo ya lo sé. ¡Será niño! Y tendrá los ojos de Robert, claro está, porque de esta familia no se heredan solo las deudas, también el porte.
Robert se llevó la mano a la cara.
—Abuela, por favor…
Pero Sarah estaba imparable. Se giró hacia él, con el dedo acusador en alto.
—¡Y tú! Más te vale cuidar de esta niña como si fuera de cristal, ¿me oyes? Ni un disgusto, ni una lágrima. Si hace falta, te vas tú a la oficina y que ella se quede aquí conmigo.
Grace intentó protestar:
—Doña Sarah, yo puedo trabajar…
—¿Trabajar? ¡Qué va! —Sarah agitó una mano como si espantara mosquitos—. El único trabajo que tienes ahora es comer bien, dormir y darme a ese bisnieto sano y hermoso.
Entonces, tomó de nuevo la ecografía, la miró como si fuera una reliquia y suspiró teatralmente.
—Ahora sí puedo morirme tranquila… aunque no lo pienso hacer todavía, porque ese niño va a necesitar que yo lo malcríe.
Robert y Grace se miraron con una mezcla de ternura y resignación. Era imposible luchar contra Sarah. Y aunque la escena había sido un caos de emociones, ambos sintieron que, por primera vez, estaban formando algo que iba más allá de ellos: una familia.