Cambiaformas

Capítulo 4

Al fin se había librado de Patrick, enviarlo por víveres era una maniobra tan típica que le sorprendía que siguiese funcionando. Recorrió las calles que bullían atestadas de gente, que se movían de un lado a otro como si el mundo se fuese a acabar. Incluso para Miusela aquel ajetreo era abrumador.

Presentaba en una semana, siete días exactos, iba a ser su primera actuación en Lorbides y pretendía ser la mejor desde el primer día, aunque para ello, primero tenía que llenar un teatro, esa era la misión del día, mostrar en las calles su talento y hacer correr el nombre de la gran Miusela Vantarí. Sin embargo, lo frenético de aquellas personas le hizo pensar que ni siquiera se pararían a escuchar su laúd.

Miusela bufó, mirando al cielo y esbozando una sonrisa.

—Estos pueblerinos dejarán morir a sus hijos cuando mi melodía llegue a sus oídos —susurró.

Ajustó la cuerda de su laúd, el cual llevaba como un bolso, se acomodó su fiel capucha morada oscura y siguió adelante, avanzando como solo ella sabía entre la gente sin tropezar.

La ciudad era enorme, podría perderse en ella si es que no lo había hecho ya, las tiendas tenían de todo, ella no pudo evitar comprarse una pulsera de artesanía de zinc que encontró por ahí, una cadenilla de la cual colgaba una brillante, pequeña y bien trabajada luna creciente. La artesana era sin duda una Miusela en lo suyo, bueno casi, si la pulsera hiciera alguna gracia además de ser bonita, la artesana llegaría a ese nivel.

Miusela sonrió divertida.

—Me encanta —dijo mirando a la señora a los ojos, una mujer con algunas arrugas en el rostro —. Cuando sea famosa y rica, financiaré un equipo para que lo dirija con su gran talento y juntas crearemos el Imperio del Zinc.

La mujer rio, casi condescendiente y agradeció a Miusela por la compra y las palabras. Era suficiente para Miusela, quien hizo una reverencia y se retiró.

Miró nuevamente la pulsera, mientras se preguntaba porque la había comprado, era sin duda llamativa, sin duda el color encajaba bien con su pálida muñeca, y, sin embargo, a ella nunca le había gustado demasiado la luna.

—El rechazo, el miedo y la atracción, son exactamente lo mismo —dijo asintiendo y dando una vuelta sobre sí misma, mientras continuaba navegando entre la multitud —. Soy tan presa del peligroso encanto de la vida, como mis espectadores lo son de mí.

El día continuó sin poder encontrar una plaza ideal, un podio digno de su magnificencia y eso ya comenzaba a molestarla, sentía cómo era más difícil mantener la expresión de niña inocente y encantadora. Sentía la tentación de dejar que su ceño de frunciera para que el mundo viese lo que había provocado, pero no les daría ese privilegio, entonces sus ojos se abrieron de par en par, iluminándose por la emoción.

Una enorme plaza, con una fuente en cuyo centro tenía una pileta perfectamente limpia y esculpida, de una mujer botando agua de su jarra, y un espacio lo suficientemente amplio para que le sirviese de plataforma sin dañar aquella obra de arte. Era su lugar, se abrió paso entre la gente y de un salto, sin contener su emoción brincó hasta su escenario, asegurándose de que ningún rufián o impostor tomara el lugar que por derecho le pertenecía esa tarde.

Con una sonrisa miró alrededor, viendo como ya había captado la atención de algunas personas, era el momento, entonces su rostro se apagó. Del otro lado de la estatua, apoyado en el borde de la pileta había un niño con harapos y una caja sucia y mohosa que la miraba de reojo.

—El cartel de los niños mendigos tiene secuestrada las plazas de la ciudad —susurró mientras se encogía de hombros —. No me meteré hoy en su territorio.

Miusela se bajó de la estatua y caminó en otra dirección, llena de frustración, había sido igual todo el día.

—Mendigos por aquí, mendigos por allá —susurró para si mientras se perdía entre la muchedumbre —. Seguro se robarían las ganancias cuando se volteara al público, y ella, no trabajaba gratis.

Suspiró resignada, lista para volver a la posada, solo quedaba buscar mañana con Patrick o usar a su mismo guardia como podio. Solo esperaba que, entendiera por una vez que no necesitaba que la protegiera de todo, y que nadie le haría daño por tocar, a lo mucho, un guardia la regañaría, pero unos ojitos de arrepentimiento era más que suficiente.




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