Cambio de planes

Capítulo 3

Harol hizo su entrada triunfal al club, justo a las 3: 00 PM. Era puntual y eso corroboraba la imagen que me había forjado de él. Correcto en su vestido y peinado y con un aire de seguridad y arrogancia que llegó a intimidarme. Lo miré minuciosamente, era guapo, alto y con un halo de misterio que le asentaba de maravilla. Fue agradable la impresión que me llevé de mi futura víctima.

Poco después llegó el socio quien, a pesar de encontrarse lujosamente vestido, cerca del magnate, parecía insignificante, carente de personalidad. Los observé a una distancia prudencial, miraba el movimiento de sus manos, sentía la risa nerviosa del otro, veía la mirada tranquila pero desconfiada del millonario y percibía que, el ambiente, estaba tenso. Después escuché el murmullo realizado al pronunciar unas cuantas palabras que no alcancé a oír pero que, por la expresión del otro, deduje no eran agradables y provocaron su salida súbita y un poco embarazosa del club.

Cuando lo vi sentarse nuevamente, con cara de satisfacción, pensé que era mi oportunidad de aparecer en escena y, arreglándome el pelo, me dirigí a su encuentro. Mientras me acercaba noté que, a su lado, unas cuantas sillas vacías adornaban el escenario y me dispuse a interpretar el papel concebido.
- Buenas tardes, disculpe – y señalando el espacio vacío añadí - ¿puedo sentarme o está ocupado?

Me miró, pero sin demasiado interés, después realizó una seña, indicándome que podía sentarme. Disimuladamente me mostré interesada en un juego de Voleibol masculino, que se llevaba a cabo a unos metros de nosotros, comencé a aplaudir, para llamar la atención, cuando mi supuesto equipo lograba anotar un tanto. Diez minutos más tarde se paró y con una cortesía, casi protocolar, dijo:
- Que tenga buena tarde - y se alejó del lugar.

Me sentí frustrada, no logré llamar su atención. Al parecer el ser tan extrovertida no me ayudó y quizás él no buscaba comenzar una nueva relación romántica y, con esa perspectiva, era difícil conquistarlo. Propicié otros encuentros, en diferentes escenarios, pero sin éxito, me ignoraba visiblemente, parecía haber amado profundamente a su fallecida esposa y eso me atormentaba, porque hacía más difícil el cumplimiento de mi plan. Los seres humanos, a pesar de no ser monógamos, son más propensos a valorar la persona positivamente cuando mueren, idealizándolas, llegando incluso a la fidelidad espiritual que, en vida, nunca fueron capaces de aportar a la relación.

Frustrada en el empeño de conquistar al hombre, con mis encantos femeninos, estudié otras alternativas y traté de buscar apoyo en un familiar allegado. Pensé que, para alguien devastado por haber perdido un hijo, la pequeña, fruto del matrimonio, sería lo más importante en su vida y traté, cambiando de técnicas, de conquistar al padre, a través de la niña. Para ello, necesitaba un acercamiento a ella.

Nuevamente contacté a mi informante y le pregunté cuándo padre e hija pasaban tiempo juntos fuera del hogar. Ella, un poco confundida, alegó que, el señor, apenas salía con la pequeña, pues los dedicados abuelos se encargaban de esos menesteres, sin embargo de vez en cuando, él se tomaba un tiempo para llevarla a un parque cercano. Por lo esporádico de la salida comprendí que debía tener paciencia y, nuevamente, pagué por la información oportuna.

Me dediqué a trabajar en mi imagen mientras esperaba. Tenía que lograr una similitud con la mujer que me había antecedido en la familia, pero sutilmente, pues no podía perder esa identidad que pretendía construir en mi interpretación. Quería parecer agradable para la pequeña, ese era un desafío, aún mayor, que el anterior, pues no me gustaban los niños y por un extraño paralelismo de gustos y pensamientos entre ellos y yo, tampoco los infantes se sentían atraídos por mí. Casi siempre representando un papel en el drama de mi vida también ellos percibían la poca naturalidad en mi accionar, cada reacción, cada palabra eran demasiado calculadas. Ni mis movimientos eran espontáneos. En cierta ocasión, mientras profesionalmente hacía un trabajo de los acostumbrados con un millonario de otro estado, su hijo, poseedor de una madurez, inusual a los ocho años, le comentó a su padre, después de contemplarme unos minutos:
- Es una muñeca fría y triste, no me gusta.

Me quedé atónita porque, a pesar de su inocencia, había expresado claramente lo que pensaba, en ese momento, de mí, por ello, desde aquel incidente, pienso que los infantes son intuitivos y capaz de ver el alma de los adultos. Afortunadamente, para mí, el padre no le dio mucha importancia a las palabras del pequeño, pero yo procuré salir de esa casa con rapidez, terminando felizmente el trabajo.

Sabía que la niña de mi futura conquista había pasado por un momento traumático y apelaba a esa vulnerabilidad que estaba segura poseía.




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