Beatrice meditaba, disfrutando de la soledad como uno de los máximos placeres de la vida. Al alcance de su mano estaba una cálida taza de café justo a la par de un libro de psicología. Había levantado la mirada por unos minutos para observar el cielo despejado. No había sol, pero su energía se podía sentir desde la posición en la que se encontrase. De pronto le pareció un fenómeno maravilloso. Frunció el ceño y analizó un poco la naturaleza… El sol sí estaba. De lo contrario, no habría luz que iluminara el cielo (muy claro está). Lo que sucedía era que las nubes obstaculizaban su visión, al mismo tiempo que resguardaban al astro en una zona apartada. Pero el sol estaba ahí. No se había marchado a ningún lado ni había desaparecido por arte de magia. Él seguía ahí, pues a pesar de que no se podía ver, sí se podía sentir.
Y eso era mucho más importante.
Según la psicología, cada persona es poseedora de un alma, la cual es fuente de energía que puede transmutarse en sentimientos, pensamientos y actitudes. Dicha energía es tan poderosa, que puede ocasionar cambios significativos en energías ajenas aun estando a miles de millones de kilómetros de distancia. Al igual que el astro del universo, dicha energía no se podía ver; era abstracta, pero valiosa, cuyo efecto poseía una importancia vital para el ser humano.
“Claudio…”
Hace mucho tiempo que no lo veía, pero su energía siempre estaba presente. Al regresar de París, pensó encontrarse con alguna otra sorpresa que le hiciera saber de él. No obstante, se decepcionó al no encontrar nada. Ninguna señal de vida; cero mensajes, cero cartas, cero detalles.
Los días no dejaban de pasar y con ellos, las dudas no cesaban su fatal sentir.
¿Será que Claudio la extrañaba tanto como ella?
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Los monstruos carecen de energía. La naturaleza de estos seres es igual a la de los parásitos: se alimentan de la vida de algún ser vivo. Esa es su vil y miserable razón de ser. Si se les permite habitar en un cuerpo por un tiempo prolongado, terminan destruyendo todo a su paso hasta que el elíxir de la vida finalmente se agota. Luego, su razón de ser se apaga. Al no tener a quien destruir, son capaces de comerse ellos mismos, hambrientos de carne, avariciosos y miserables, hasta que mueren.
¿Por qué?
Simple: No tienen alma y, por ende, tampoco tienen energía propia. Necesitan la energía de otro ser para sobrevivir.
Por todo lo anterior mencionado son tan peligrosos. A veces, estos seres conservan una astucia por defecto, y son capaces de pasar desapercibidos por un largo tiempo en el cuerpo del huésped. Sin embargo, cuando no es así, el alcance de su daño llega hasta donde el huésped lo permita. En otras palabras, si el portador de este tipo de monstruo no es capaz de detenerlo, podría acabar con su vida hecha pedazos. Lenta y dolorosamente. Justo frente a sus ojos. Todo se escaparía a tan solo milímetros de tenerlo entre sus manos.
Pese a ello, no es cosa sencilla detener a una bestia. Llámese oscuridad, miedo, adicciones, pesadillas, fobias, enfermedades…
Cáncer.
… o de cualquier otra forma. El poder de eliminarlos o de dejarlos avanzar en sus macabros objetivos, pertenece única y exclusivamente al huésped.
No se puede culpar a nadie de su existencia. El destino no tiene culpa de nada. Tampoco la ciencia, ni la religión. Simplemente existen, y así como el tenebroso mirar de la luna oscura, también forman parte de la vida.
No hay nada de qué quejarse…
De pronto, un nuevo pensamiento llegó a su cabeza generándole más conflictos de los que ya tenía. Una lagrima inundó sus pupilas de tan sólo imaginar cual sería la respuesta del chico cuando supiera de su condición. Seguramente, todo el sueño de amor acabaría en ese instante.
Pero nada se podía hacer al respecto. No podía ocultarlo bajo ningún motivo, pues eso no iba con su personalidad. Debía decírselo y cuanto antes. De lo contrario, no sólo lo engañaría, sino que se traicionaría así misma.
Y por ende, las consecuencias serían mucho peores.
Su reacción, sus palabras, sus gestos. De extrañarlo, pasó a pensar que debía evitarlo a toda costa. No quería verse humillada ante el asco que saldría de su rostro al escucharla. No quería leer las ofensas de aborrecimiento que pasarían por su mente; ver como su opinión cambiaba justo delante de ella, escuchar las palabras de despedida que destrozarían su corazón y ver como su presencia se desvanecía, dándole paso a la fatal soledad. Todo eso, no lo quería.
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Editado: 13.01.2019