En el barrio de San Justo de la pequeña ciudad, los vecinos evitaban la casa del señor Amador López. El aspecto ruinoso, las tejas caídas y paredes mohosas sumadas al fuerte olor a desperdicio eran un reflejo bastante acertado de su único habitante. Amador era un hombre de alrededor de 40 años, alto y encorvado que siempre vestía una sudadera gris y un pantalón raído ambos llenos de manchas de mugre. Siempre tenía la mirada perdida y enrojecidos los ojos, las pocas personas que alguna vez se le habían acercado aseguraban que despedía un olor nauseabundo, mezcla del tabaco y alcohol e incluso había quien decía que el hombre consumía drogas.
Era muy raro ver que alguien entrara en aquella casa, y aún más raro era ver a su propietario fuera de ella. Todo lo que el hombre necesitaba le era dejado en la puerta de entrada (víveres, artículos de limpieza, etc.) aunque nadie sabía exactamente de donde sacaba sus ingresos, porque el hombre no había trabajado en años.
Aunque no siempre había sido así, hubo un tiempo en que aquella vivienda rebosaba de vida y el señor Amador López había sido feliz. Pero todo cambio cuando, diez años atrás, llego la noticia de la muerte de la esposa de Amador en un accidente de tránsito.
Una tarde nublada, Amador se encontraba desplomado en su cama de dos plazas. Había terminado ya los últimos tragos del licor que le había llegado con el encargo semanal, y la cabeza le daba vueltas. Un rugido en su estómago le indico que era hora de la merienda, o tal vez de la cena, le era realmente difícil saber qué hora del día era.
Se levantó con cierta dificultad, con la cabeza aun dándole vueltas, y busco a tientas un lugar donde apoyarse. Una vez erguido, camino torpemente hasta la cocina y abrió el congelador donde encontró un pedazo de carne de la noche pasada que acompaño con un trozo de pan que también había llegado en el encargo semanal.
Una vez saciado se levantó y tomo otra botella de aquel licor, la abrió y bebió una gran cantidad. Acto seguido se dispuso a recorrer la vivienda; las paredes despintadas seguían como siempre, pero la capa de polvo que habitualmente cubría el suelo ya no estaba, lo que le dio a entender que la encargada de limpieza, que sus padres habían contratado para él, había pasado por allí mientras él dormía. Siguió caminando a pasos torpes hasta el living y se detuvo frente al retrato que adornaba una de las paredes de la habitación.
La pareja de recién casados sonreía radiante a la cámara, el con su esmoquin adornado con una lila en la solapa y ella con su blanco vestido de novia y cabello negro que le caía como cascada por uno de sus hombros, casi como si fuera un ritual no pudo evitar que cayeran las lágrimas.
Era increíble pensar como ya hace casi diez años, ella se había ido de su vida. Había conocido a Elizabeth Viotti, o Liz como le gustaba que la llamase, en sus años de universidad cuando cursaban ambos la carrera de Filosofía. Ella era una muchacha encantadora y el un joven introvertido, recordaba claramente la primera vez que la invito a salir, ella lo miro a los ojos y le dijo “me preguntaba cuanto más te ibas a tardar”, repitió aquella misma frase el día que le pidió matrimonio.
También recordaba con claridad aquel día hace casi ya una década. Él estaba preparando una lectura que daría en el acto de inauguración de las nuevas instalaciones de la universidad, ella llego a casa totalmente consternada por un problema con un colega del colegio donde impartía clases, un tal Flores, sin embargo el ocupado como estaba no le prestó atención. Si tan solo hubiera sabido que aquella sería la última vez que la vería, la habría escuchado, la habría abrazado y la habría consolado, que idiota que había sido.
Y fue con ese pensamiento que no pudo mirar más aquella fotografía, y volvió sus pasos lentos a la habitación para luego desplomarse bruscamente en la cama. Miro el calendario que colgaba de una de las paredes y se sorprendió al darse cuenta que faltaba tan solo una semana para que se cumplieran exactamente los diez años desde aquel día. Finalmente cerró los ojos y con la cabeza aun dando vueltas se hundió en un profundo sueño.
Paso una semana, y tal cual como había hecho durante nueve años, ese día Amador López se vistió con su mejor traje y procedió a salir de la casa para visitar la tumba de su difunta esposa.
El cementerio estaba vacío, usualmente era un lugar silencioso sin embargo aquel día el viento oscilaba fuertemente en las ramas de los arboles haciendo que estos produjeran sonidos macabros. Frente a la lápida de Elizabeth estaba un hombre de mediana edad que vestía una gabardina gris que le cubría el cuerpo, pantalón de vestir y zapatos negros bien lustrados. Como si hubiera sentido que alguien se aproximaba, el hombre dio media vuelta, tenía la cara cuadrada y su rostro era adornado por una barba candado. El extraño lo miro por unos segundos y antes que le pudiese decir algo, salió a paso presuroso del lugar.
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Editado: 04.05.2019