Las luces de mi ciudad brillan con la misma intensidad del sol, opacando la poca luz de la luna. Desde arriba es como ver el espectáculo que ofrecen miles de estrellas de colores distintas danzando entre sí. Las estelas que son los autos pasando a gran velocidad por la autopista, el estático brillo en las ventanas de edificios que se alzan hasta romper el cielo, y el titilante resplandor de las plazas donde seguramente se estará realizando un espectáculo.
Recuerdo que de niño este lugar era tan solo un tercio de lo que es ahora, calles de tierra en los barrios donde los niños jugaban hasta entrada la noche cuando el espectáculo no estaba abajo sino más bien en el firmamento, donde las estrellas eran las luces de la ciudad y eran ellas las que bailaban.
En los lugares más importantes, las calles ya estaban adoquinadas, pero de niño yo no iba a aquellos lugares. Fue de joven que recién lo hice, cuando en ocasiones escapaba de mi casa y salía a deambular gozando de aquella libertad impostora que solo yo me engañaba de que era real. En ese momento junto a amigos, que ya no conozco, nos aventurábamos a admirar otros paisajes de hermosas curvas y labios sugerentes. Además disfrutábamos también de otros placeres prohibidos, el primer, el segundo e incluso hasta el tercer trago, momento en que dejábamos de considerarlos tabúes. Las risas estridentes que llenaban las callejuelas producto de algún chiste o comentario que escapo de la boca de algún incauto y también aquellas pasiones juveniles, aquellas que envidiábamos a los amigos que conseguían tenerlas.
En mi memoria se forma el recuerdo de una joven, de piel blanca como la leche, cabello corto hasta los hombros y una sonrisa tímida. Lo que sentí por ella fue algo más grato que cualquier romance adolescente me hubiera podido brindar, tal vez y solo tal vez podría haberle llamado amor. Recuerdo, y se me planta una sonrisa, de aquella primera vez juntos; donde ella toda tímida y roja de vergüenza se desnudó ante mí y también me acuerdo de la piel de gallina en su cuerpo, cuando ya torpemente deslizaba mis manos por su delicado ser.
Pero ella no pudo ser, y después de otros cuantos encuentros terminamos por tomar caminos separados. Otra mujer fue quien luego se unió a mi camino, igual de hermosa que la anterior pero tal vez no tan tímida y fue con ella que pase años en un mismo sendero hasta que no pudimos aguantar los baches y ella también partió.
Y así es como he quedado solo en el balcón de algún edificio mirando las luces de mi ciudad que fue testigo del accidente de mi existir, y el disfrute del crecer y que hoy también vera mi última decisión, mi nuevo devenir. Doy un paso hacia adelante y me dejo volar.
¿Cómo vivirán los que viven en aquellas luces? ¿Encontraran algo más allá de su propia soledad? Quien sabe cómo habría resultado todo, si tan solo hubiera luchado más. Hoy no hay más allá de mi arrepentimiento, del vacío deseo de querer haber jurado mantener alguna amistad, haberle dicho a la chica de piel blanca que la amaba de verdad o haber tomado la mano de mi mujer y salteado juntos aquellos obstáculos. Eso ya no importa más, sepultado en un pasado que viví y un futuro que no pudo existir. Ni siquiera importa mi presente ya, tan solo importa la última oportunidad de admirar el espectáculo que ofrecen las luces de mi ciudad antes de tocar el suelo.
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Editado: 04.05.2019