Cambios

El Paramo

Abrió los ojos y se encontró a sí mismo en un paisaje desierto. La tierra era dura y de ella no crecía vegetación alguna y mirase donde mirase encontraba únicamente kilómetros de nada. Trato torpemente de incorporarse, las piernas estaban entumecidas y las sentía sin fuerzas, inmediatamente noto lo sediento que estaba. Camino hacia el horizonte y a medida que recobraba la compostura noto varias cosas que no había percibido a primera vista, algunas hierbas ennegrecidas salían del suelo como si algo las hubiese quemado, y se podía apreciar también en el suelo raíces de árboles que habían sido arrancados de allí.

A medida que dejaba aquel paramo desierto, noto que la vegetación era un poco más abundante y el terreno más elevado, un arroyo transcurría por una elevación y terminaba en una cascada. Corrió hacia allí y sacio su sed, el agua estaba turbia y extrañamente caliente, pero aun así bebió en abundancia. Una vez saciado y ya sin fuerzas, se acostó a unos pasos del arroyo y cayo profundamente dormido.

Despertó con las primeras luces del alba, el estómago le rugía vorazmente puesto que aún no había comido nada así que decidió explorar el páramo en busca de alimentos. Si bien el lugar estaba completamente desierto, se sorprendió al encontrar escombros, pedazos de columnas derribadas y hasta piezas de metal semi-enterradas en la arena. Aun así sea lo que fuere que hubiese habido allí, no había sido la gran cosa. Alrededor del mediodía encontró un arbusto que daba bayas que parecían comestibles, la planta tenía un aspecto muerto pues estaba casi sin hojas y las pocas que aún quedaban estaban amarillas, aun así quedaban algunos pequeños frutos aferrados al arbusto.

Volvió al arroyo y disfruto de sus bayas junto con algo de agua turbia, le supo a poco pero aun así era mejor que un estómago vacío. El resto del día trato inútilmente de construir algún refugio, pero cuando se puso el sol cayó rendido a orillas del arroyo. El tercer día no tuvo tanta suerte al encontrar comida por lo que se tuvo que conformar con el agua, pero al cuarto día encontró, no muy lejos del arroyo, un par de aves muertas que disfruto como si se tratase de un festín aunque la carne ya estuviera un poco podrida.

Pasaba la mayor parte del tiempo pensando, algunas veces se preguntaba que era aquel lugar y como había llegado allí mientras que otras tenía la certeza de que su vida siempre había estado aferrada a ese lugar. Lo que más le molestaba era la reinante y absurda monotonía, el sol salía por el este y se ponía al oeste sin ningún cambio aparente siempre emitiendo la misma temperatura por lo que el clima se mantenía también siempre igual. Incluso por la noche esto se mantenía, en el  cielo no se veía ni una sola estrella y la luna emitía una luz opaca y apenas podía verse a través de la densa capa de lo que parecía ser niebla.

A su séptimo día en el páramo decidió que era hora de explorar aún más allá. Se alejó de aquel arroyo que había sido su hogar, caminó aún más lejos dejando atrás las columnas derruidas y los restos de chatarra. A medida que se alejaba más, los pastizales agrestes eran más abundantes aunque se veían igual de muertos e incluso podía ver arboles enteros pero sin hojas que, a medida que avanzaba, aumentaban constantemente en número hasta por fin dar con lo que parecía haber sido un pequeño bosque. La luz del sol ya se apagaba y hacia que los arboles proyectasen sombras siniestras en el suelo, una vez se hubiera puesto el sol le sería imposible explorar el lugar.

Un arrebato de locura lo invadió de repente, echó a correr atravesando los arboles desnudos. Las ramas le arañaban los brazos y más de una vez estuvo a punto de tropezar con alguna raíz que salía del suelo. Sin embargo sabía muy bien que hacía y el camino que debía seguir, y muy pronto llego a la casa en ruinas que se emplazaba en un claro del bosque.

Gran parte del techo había desaparecido y la madera de las paredes parecía a punto de quebrarse pero la infraestructura se mantenía aun firme. Entro en la vivienda con paso seguro mientras los últimos rayos del sol se colaban por la ventana. Cruzo la primera habitación y siguió por el pasillo que llevaba al comedor. En él lo esperaba el retrato de la familia que reposaba en el alfeizar de la chimenea.

Observo con detenimiento a aquel hombre que había sido. Vestía sencillamente una camiseta blanca y chaleco de cuero, y se lo veía sonreír radiante por estar junto a aquella mujer, que sostenía en brazos a la niña que tanto se le parecía salvo por el color de ojos de su padre.

Las lágrimas tibias le resbalaron por el rostro y una sonrisa amarga se le dibujo en los labios. Cayó al suelo mientras rompía en carcajadas, en una risa histérica y demente mientras los recuerdos le inundaban la cabeza: la pequeña casa en el bosque, la calidez de un beso, la primera risa de su niña. Y luego el resplandor que se lo llevo todo.




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