Ser la hija menos querida en una familia conservadora me dejó cicatrices profundas y un vacío insondable, uno que intenté llenar con el amor de mi vida. Cristian, el inocente amor de secundaria que se convirtió en mi refugio, la luz que iluminó mi existencia y me sacó del infierno en el que vivía. Con él, mi vida adquirió un matiz hermoso, y por primera vez, fui feliz.
Pocos años después, ingresé a la universidad y comencé a labrar mi sueño de ser médico. La beca cubría la mitad de mis gastos, el resto lo solventaba con trabajos escolares que realizaba para mis compañeros y los hijos de algunas amistades. Dejar mi hogar no me dolió; al contrario, fue como desprenderme de una carga que me sofocaba. Extrañamente, la distancia mejoró mi relación con mi familia, y por primera vez en años, sentí libertad.
Lo único que pesaba en mi corazón era la distancia con Cristian. Mientras él seguía en nuestra ciudad natal, Huancayo, yo me encontraba en Chiclayo, a miles de kilómetros, construyendo el futuro por el que tanto luché.
Mi vida universitaria transcurría en una residencia junto a otros compañeros y una chica que, rápidamente, se convirtió en mi mejor amiga: Estela. Extrovertida, brillante y deslumbrante, siempre vestía con ropa fina su curvo cuerpo. Su presencia llena de confianza y secretos bien guardados.
Las vacaciones se acercaban, y con ellas, la oportunidad de escapar de la rutina. Estela tenía un plan, uno que sonaba perfecto en cada detalle. Máncora, un destino de ensueño, donde solía trabajar cada verano desde que ella tenía quince años. Sus relatos me atraparon: un pueblito costero con arena blanca, palmeras delgadas que bailaban con el viento, locales con estructuras rústicas de bambú y madera. Campings, hoteles y hasta un casino que nunca había pisado. Paseos con ballenas, encuentros con tortugas gigantes… Cada palabra construía imágenes vívidas en mi mente, como un eco de libertad que hasta entonces no había conocido.
Cristian se emocionó con la idea y decidió viajar con nosotras. Pero en lo más profundo, una sensación extraña me invadía. Como si aquel paraíso, bajo su belleza luminosa, ocultara un destino que marcaría mi vida de una manera que aún no podía comprender.
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Al llegar, un golpe de aire cálido y salino me envolvió como un abrazo inesperado. Era una brisa distinta, cargada de partículas invisibles que traían consigo el aroma del océano, mezclado con el dulzor de los cocos recién abiertos y la frescura de la vegetación húmeda. Máncora no solo era un lugar, era una atmósfera palpable que se adhería a la piel, que se colaba en los pulmones y en la percepción misma del tiempo.
Las calles eran estrechas y vibrantes, bordeadas por pequeños locales con letreros de madera desgastada. Desde cada esquina llegaban sonidos difusos: conversaciones en distintos acentos, risas de turistas, el tintineo de copas en los restaurantes al aire libre. El sol caía en una intensidad dorada, filtrándose entre las palmeras delgadas que se mecían con el viento. Caminábamos entre la gente, y cada paso me hacía sentir más lejos de todo lo que conocía.
Cuando llegamos al hotel donde Estela trabajaba, mi primer pensamiento fue que parecía sacado de una postal. Inmenso, con terrazas abiertas que daban directamente al mar, el agua turquesa extendiéndose hasta donde la vista alcanzaba. Desde la entrada, podía oír el murmullo de las olas mezclándose con el eco de las piscinas, una de ellas con terma, cuyo vapor ascendía en giros suaves hacia el cielo despejado.
Fue aquí donde la realidad se filtró en mi burbuja de ensueño. Nos asignaron una habitación matrimonial, pequeña pero bellamente decorada, con sábanas blancas que olían a lavanda y muebles de madera clara que le daban un aire acogedor. Incluso teníamos nuestro propio baño.
Para Cristian y para mí, era un refugio dentro de este nuevo mundo. O al menos, eso creí.
El primer roce de su mano sobre mi piel me llenó de incomodidad, una sensación ajena a todo lo que había sentido antes. Lo aparté con delicadeza, recordándole que nos esperábamos hasta nuestra noche de bodas. Pero en su mirada encontré algo diferente… una sombra de frustración que no conocía en él. Sin decir una palabra, salió de la habitación, dejándome sola en un espacio que de pronto se sintió demasiado grande para mí.
Me desplomé en la cama, mi cuerpo rígido como si acabara de despertar de una caída. El sonido del océano, que minutos antes me había parecido una melodía relajante, ahora se mezclaba con el retumbar lejano de mi propio pulso. Me levanté y caminé hacia el baño. El agua de la ducha era tibia, pero el frío estaba dentro de mí. Las lágrimas que resbalaban por mi rostro se mezclaron con el agua que me acunaba, y con cada cascada que caía de mis lagrimales, una pregunta sin respuesta emergía en mi mente. ¿Por qué se sintió tan diferente? ¿Por qué su ausencia dolía más que cualquier golpe?
Esa noche, cuando volvió, no cruzamos palabras. Se acostó en la esquina más alejada, con la espalda rígida, su respiración apenas perceptible. Intenté acercarme, buscando el calor que me había dado tantas veces, pero su cuerpo permaneció inmóvil, como un muro infranqueable.
Esperé al amanecer para hablar con él, pero al despertar, su lado de la cama estaba vacío. La luz del sol que entraba por la ventana era cruelmente brillante, revelando el espacio que dejó tras de sí.
Sin otra opción, me arreglé y me sumergí en mi nuevo trabajo como mesera. El restaurante del hotel era bullicioso, lleno de aromas a mariscos dorándose en las parrillas, especias dispersándose en el aire. La paga no era alta, pero nos daban desayuno, almuerzo, cena y una habitación cómoda. ¿Qué más podía pedir? Tal vez… tal vez solo un poco de certeza sobre lo que nos estaba sucediendo