Camelia.
Dentro de la camioneta, el calor era suave, como una caricia tibia en contraste con el incendio que aún palpitaba en mis pensamientos. El murmullo del motor apagado mezclado con los ecos de lo que acababa de ocurrir me mantenía en un estado brumoso, entre la incredulidad y la gratitud.
Me senté en el asiento del copiloto sin ajustar el respaldo, rígida como si el aire que me rodeaba se hubiese cristalizado. Afuera, el cielo había cambiado: el rosa del amanecer se iba desvaneciendo hacia un azul líquido, casi translúcido, como si el día intentara limpiar con delicadeza las heridas de la madrugada.
Mi muñeca dolía. No era intenso, pero sí persistente… como un recordatorio de que algo se había quebrado esta mañana. No solo en Rolando, ni en mi decisión de renunciar. Era algo más íntimo: una parte de mí ya no toleraba ciertos silencios.
A través del parabrisas lo vi. Adrien reaparecía entre las columnas del estacionamiento, caminando con su maleta al hombro y el teléfono pegado al oído. Su rostro, normalmente sereno, ahora era un torbellino de expresiones: desagrado, burla, una tristeza contenida, un destello de furia. Era voluble. Inquietante. Irresistible. Y, aun así, su presencia se sentía firme, resuelta… como si llevara algo más que equipaje.
Mientras se acercaba, noté que mi corazón no latía con miedo, sino con vértigo. Porque lo que venía después ya no era parte de ningún contrato.
Se hospedaba en el mismo hotel que yo y regresó mientras hablaba por teléfono, en su rostro se reflejaban mil expresiones a la vez que conversaba: desagrado, burla, desprecio, tristeza… que voluble era este hombre.
Finalmente se detuvo junto al maletero, guardó sus cosas y se dirigió hasta el asiento del conductor, a mi lado. Una vez sentado, me ofreció esa dulce y brillante sonrisa que me derretía e incapacitaba mi cerebro. Sumergiéndome en una burbuja de atracción por él. Dios debía calmarme, era lamentable, pero era una trabajadora para él y debía respetarlo.
—¿Quieres manejar tú? —me preguntó, girándose hacia mí con una media sonrisa y las llaves temblando entre sus dedos.
Solté una risa seca, casi involuntaria.
—No sé ni andar en bicicleta… —confesé, intentando que sonara trivial, como quien bromea sobre algo sin importancia.
Adrien arqueó una ceja.
—¿Nunca aprendiste? ¿Por qué?
Apreté las manos sobre mis piernas. El aire se volvió más pesado dentro de la camioneta.
—Porque a mi mamá le parecía cosa de niños… y yo, al parecer, tenía que ser una señorita desde que nací.
—¿En serio?
—Si me subía a un monopatín, era una salvaje. Si corría con los varones, una descarada. Si me raspaba las rodillas… “una vergüenza para la casa”. —Dije esas frases con una precisión milimétrica. Las tenía grabadas en la piel.
Adrien no dijo nada. Solo bajó un poco la velocidad. Como si supiera que mis palabras necesitaban espacio.
—Una vez me escapé con mi hermano y los vecinos. Me prestaron una bici vieja. Rodé cinco minutos. Me caí. Me raspé hasta el alma. Y cuando llegué a casa… —hice una pausa, sintiendo todavía el ardor en la memoria— me hicieron sentir como si hubiera traicionado a Dios.
Él soltó un suspiro bajo, casi imperceptible.
—Por eso no quieres conducir ahora… —murmuró.
—No. No es que no quiera. Es que ni siquiera lo imagino. Nunca me enseñaron a tomar el volante.
Adrien desvió la mirada hacia la carretera y, tras unos segundos, murmuró:
—Si algún día quieres aprender, yo… te enseño podemos empezar con otros tipos de vehículos. Como una cuatrimoto, algún monopatín, una patineta o patines lineales…
Lo miré. Sus ojos estaban fijos en el frente, pero su voz sonaba como un susurro sostenido por ternura. Me sentí tan expuesta. Tan agradecida. Tan rota y reparada al mismo tiempo.
Y en silencio, seguí mirando el horizonte.
Lo mejor para mí y eso lo aprendí por las malas, era ser lo más obediente y callada posible, a pesar de que intentaba no hacerlo, le guardaba un poco de rencor a mi madre.
No supe qué responder. Así que, como de costumbre, cambié el tema:
—¿Y… en qué hotel nos vamos a quedar?
Él soltó una carcajada suave y me lanzó esa sonrisa suya que era una mezcla de cielo despejado y peligro latente.
—Es una sorpresa.
Rodé los ojos, fingiendo fastidio. Aunque por dentro, una parte de mí bailaba.
—Entonces estaciónate aquí —dije, señalando el mercado del malecón—. Quiero un helado antes de seguir siendo tu rehén en esta aventura misteriosa.
Pero él, como si siempre llevara la última palabra lista en la manga, bajó del vehículo y, con su mano extendida hacia la mía, declaró:
—Primero, desayuno. Las flores no se nutren sólo de helado.
No había tenido un padre, pero con esto ya podía imaginar cómo sería tener uno. No protesté. Y esa era otra señal de que algo en mí estaba cambiando.
Nos sentamos en una terraza fresca, vista al mar. El lugar olía a café recién molido y pan caliente. Tomé la carta con la seguridad de quien acaba de nacer de nuevo. Como ahora era una nueva yo, no iba comerme dos panes pequeños con un huevo frito y un té como era mi costumbre desayunar.
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Editado: 03.08.2025