Camelia.
—¿Vas a salir así? —preguntó Adrien con una mirada brillante. Sonrojado, apartó la vista como si acabara de romper una regla que él mismo había escrito.
—¿No te gusta cómo me veo? —respondí, enredando mi voz con un hilo de coquetería, pero sin saber muy bien si la trampa era para él o para mí.
—Todo lo contrario —dijo, y su tono acariciaba y hería al mismo tiempo—. Te ves cómo... una diosa. No, como algo que ni los mismos dioses merecen —sus ojos me recorrieron con una intensidad que hacía que la piel se me sintiera ajena. Como si él supiera algo que yo aún no sospechaba—. Será mejor que nos demos prisa.
Por un momento Adrien tartamudeó, sus ojos adquirieron un matiz más oscuro y caminó hasta detenerse justo frente a mí. Esa caminata suya era precisa, como si cada paso obedeciera a un plan silencioso. Tomó las bolsas sin decir nada más y se marchó hacia la entrada. Me hizo un gesto para seguirlo, sin mirarme.
¿Le había disgustado algo... o lo había desbordado?
No parecía molesto por el atuendo, uno casi idéntico a los que él mismo había elegido. Y, sin embargo, algo había cambiado. Lo seguí, tratando de recomponer en mi mente el punto exacto donde el aire se había quebrado entre nosotros. Quizás si era un paciente psiquiátrico y por eso tenía tales cambios de personalidad.
En silencio lo seguí hasta la camioneta y me subí al asiento del copiloto, debía comportarme si quería ganarme el resto del dinero. Es más, corría el riesgo de que me pidiese que se lo reembolsase y si lo hacía, ¿Cuánto era el equivalente a un día y medio?
Bueno si contamos que fue desde ayer en la tarde… casi un día completo.
Adrien encendió el motor y puso a sonar un álbum de Queen. La música era suave, pero su cuerpo era una sinfonía propia: manos largas, dedos que danzaban con la palanca y el volante como si estuviera acariciando un instrumento. Esa calma milimétrica me inquietaba más que cualquier grito.
Suspiré y me dediqué a mirar por la ventanilla de cristal. La ventana estaba cubierta con una película oscura, impidiendo que el sol azotase nuestra piel y llevando a que de haber alguien afuera, no pudiese ver el interior. Y por un segundo me pregunté si él también necesitaba esconderse. O esconderme.
Mi mente buscaba causas, iba de un lado a otro, suprimía partes. Como quien revuelve arena esperando encontrar un anillo perdido. Tal vez él era gay. Tal vez no quería desearme. O tal vez había deseado demasiado... y eso lo avergonzaba. ¿Y si sólo jugaba? ¿Y si ese juego tenía reglas que yo no entendía?
Quizás no estaba interesado en las mujeres y yo lo acorralé, lo obligué a… O podría ser que ¿hubiese estado avergonzado de sentirse excitado en público? Dios mi mente no podía callarse un minuto siquiera.
—¿Conoces Vichayito? —preguntó de repente, y su voz me hizo saltar como si me hubiesen electrocutado.
—No, soy de la sierra. Estoy aquí por el trabajo... no he explorado mucho —dije, recuperando el aliento—. Pero no deberías ir allí. Es una zona cara, exclusiva.
—¿Y tú crees que no pertenezco allí o te preocupas por mí? —respondió con esa sonrisa que sabía a mango maduro bajo el sol: dulce, explosiva, breve.
Quise decirle que no era eso, pero mi boca se llenó de arena. Esa tierna mirada y su dulce sonrisa… que siempre me derretían. Deshaciéndome como un helado de maracuyá en medio del inclemente sol veraniego.
Confirmado, éste hombre tan guapo no podía ser perfecto, fue equilibrado para pertenecer a los mortales con bipolaridad o una disociación de personalidad.
—No es eso señor, me parece un gasto innecesario habiendo tantos hoteles en Máncora y un desperdicio de gasolina.
—¿Entonces tu preocupación va a mí billetera y al medio ambiente? —exclamó en un tono de falsa decepción, en su rostro se vislumbraba una mueca de burla.
—Bueno hay muchas cosas que usted podría disfrutar con ese dinero, a mí por ejemplo me gustaría nadar con las tortugas marinas en órganos, un pueblo cerca de aquí, dicen que hay tortugas de casi dos metros, imagínese dentro del agua con semejante criatura, en ésta época también se observan las ballenas, debe ser asombroso verlas nadar al atardecer, por aquí creo que hay un parapente y…
—¿Me llamaste señor? —interrumpió, sin rastro de dulzura esta vez. Sus ojos eran otra cosa. Otra persona. —No soy un viejo. No puedo tener más de un par de años sobre ti. ¿Cuántos tienes tú?
—Veinte años señ… Adrien y ¿usted?
—Mayor por más de un par de años, quizás si soy un señor a comparación tuya —exclamó mientras se carcajeaba—. Mira, al fin llegamos a nuestro destino, alquilé un bungaló para nosotros. Es pequeño, pero tiene lo indispensable para disfrutar nuestras vacaciones.
¿Pequeño?
No sabía lo que “bungaló” significaba. ¿Una palabra elegante para chalet? Pero esto… esto era otra cosa. Una casa de madera inmensa, de un solo piso, como salida de una postal costera: poseía un estacionamiento, jardín delantero y trasero, una piscina pequeña, dos habitaciones con baños incluidos y dos baños externos, cocina, sala…
Dios yo sería feliz viviendo en una casa así, por el resto de mi vida.
—Vaya, por lo visto sí tendré que preocuparme por ti —dije con una sonrisa que intentaba bromear, pero se me resbaló un poco la voz—. ¿Alquilar esta... mansión para nosotros?
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Editado: 18.07.2025