Camelia. Una Propuesta Indecorosa

DONDE LA CALMA TIEMBLA

Camelia

Luego de recibir esas palabras que aún ardían dulces en mi pecho, y ese masaje lento, casi reverencial, con el bloqueador de aroma cítrico y cedroso —como si su piel se hubiera fundido con la fragancia—, sentí que mi cuerpo se rendía por completo. Adrien se tumbó a mi lado, y yo caí en un sueño profundo, como si el mar y el sol hubiesen conjurado un hechizo de paz.

Cuando al fin desperté, él seguía allí, bajo una sombrilla oscura que debía haber extraído de esa misteriosa bolsa suya, de fondo infinito, como si Mary Poppins fuese su cómplice secreta.

No se percató de que yo lo observaba. Y qué fortuna la mía. Así pude grabar con mis ojos —como si fueran daguerrotipos del alma— cada rasgo de ese rostro que parecía esculpido por Donatello setecientos años atrás, con una devoción herética. Pasó una página de su libro sin advertir mi vigilia, y el reflejo dorado del lomo reveló un nombre: Stephen King.

Me incorporé poco a poco, como quien no desea romper un hechizo, y avancé gateando hacia él. Sus ojos, de un verde líquido, me atraparon. Me obsequió una exhalación ronca, casi animal, y me estrechó entre sus brazos para depositar un beso tibio sobre mi frente.

Tan poco tiempo… y, sin embargo, ya mi corazón latía arrítmico, como si conociera su pulso desde otra vida.

Me acurruqué en su pecho y escuché los fuertes latidos de su corazón, cerré los ojos, hundida en ese sonido rítmico, fuerte, que parecía resonar con un eco antiguo. Causado tal vez, por esa intuitiva memoria que todos teníamos y a consecuencia de la etapa gestacional en el vientre de nuestras madres. El útero materno, ese espacio primigenio donde los órganos laten su sinfonía de bienvenida al mundo. Allí, el corazón —ese tambor ancestral— junto a otros órganos, se convierten en la primera canción que nos susurra la existencia.

Y ahora, abrazada a Adrien, sentía que aquella música regresaba, envolviéndome en su promesa: amor, abrigo, eternidad.

—Me vas a matar cariño, tu mera presencia me enloquece y perturba mi corazón.

El tono de su voz era tan sexy y sugerente, sus caricias se movían por mi espalda enviando olas de éxtasis, junto al hipnótico ritmo de su corazón. Sumergiéndome en un mundo de sensaciones donde solo existíamos nosotros dos.

Llevé mis labios a su boca. Provocándolo, lamiéndolo, mordiéndolo, frotando mi casi desnudo cuerpo contra el suyo, por el pequeño biquini.

¿Cuándo me había vuelto tan atrevida?

El estruendo seco de un claxon nos hizo saltar como si un trueno hubiese quebrado el cielo. Nos separamos de inmediato, abochornados, y alcancé a ver cómo Adrien palidecía, llevándose la mano al pecho con expresión desconcertada. Su corazón golpeaba su caja torácica con una urgencia desordenada, como un pájaro atrapado buscando salida.

Nos sentamos en la sábana tratando de recuperar el aliento, pero algo en él ya no era lo mismo. Se veía extraño y ajeno, sus ojos, antes cálidos, se nublaron un instante. Un escalofrío me trepó por la columna como una advertencia muda, y giré el rostro hacia la fuente de la interrupción.

Un automóvil del serenazgo se había detenido a unos metros. El momento era desafortunado. Nos reprendieron con aire severo, señalando que no podíamos seguir haciendo: representar escenas lascivas en una playa pública.

La amenaza de una multa nos cayó como un balde de agua helada, pero sus palabras posteriores fueron aún más inquietantes: nos contaron sobre parejas sorprendidas por delincuentes, parejas que, atraídas por la aparente tranquilidad del lugar, habían sido despojadas de todo, incluso de su seguridad y su dignidad. Algunas víctimas de un abuso sexual por parte de los malhechores.

Escuchamos en silencio mientras recogíamos nuestras pertenencias. Adrien guardó la basura en una bolsa plástica sin decir palabra, y luego sacó una pastilla de su bolsillo. La tragó sin apuro, como quien ejecuta un ritual conocido. Tal vez era asmático. Tal vez no. Se lo preguntaría luego. Lo importante era que su rostro —aunque aún pálido bajo el sol y el bronceado— comenzaba a recuperar algo de color.

Intuyó algo en mí, quizás el nudo que me tensaba la garganta. Se incorporó y, con movimientos meticulosos, envolvió la sábana. Todo volvió a su orden en aquella extraña bolsa Poppins, como si intentara restaurar un equilibrio que el claxon había roto.

Nos despedimos de los agentes con una mezcla de cortesía y apremio, y subimos a la cuatrimoto rumbo al bungaló. Él al volante, yo abrazada a su espalda. Pero algo se había instalado entre nosotros —invisible, denso, como un eco que no sabíamos de dónde provenía— y que, sin embargo, sabíamos que no se marcharía tan fácilmente.

✿ ❀ ֍ ֎ ❀ ✿

Al regresar a la casa de Adrien, él dejó la bolsa en la encimera de la cocina con un gesto pausado, como si también su alma necesitara reposo. Se disculpó conmigo, con una voz baja, casi melancólica. Apenado por sentirse cansado, se dirigió a la ducha y de ahí se encerró en su habitación.

Yo, en silencio, recogí la basura y la llevé al contenedor, escuchando el crujido del plástico con cada uno de los desperdicios depositados, como si cada sonido perteneciera a otro mundo.

Me di una ducha rápida, sintiendo el agua recorrer mi piel enrojecida por el sol, como si intentara aliviar no solo la irritación epidérmica, sino todas las emociones que aún ardían debajo de mi pecho.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.