Camelia. Una Propuesta Indecorosa

BAJO LA MIRADA DE LA LUNA

Me senté en un sofá de cuero con tonos entre beige y salmón, que contrastaban suavemente con el blanco hueso de las paredes y las molduras de cedro. Usando la tarjeta publicitaria que me había dado el supuesto amigo de Adrien, pedí dos pollos asados con sus respectivos acompañantes, doce panes —que ni siquiera vendían en ese local, pero prometieron incluir como un “favor”—, además de dos botellas heladas de Inka Kola y un par de garrafas de agua.

Con un solo combo sería suficiente para cenar, aunque el segundo vendría perfecto como desayuno Casi podía sentir mi lengua salivar ante la expectativa de prepararme un sándwich, como esos que tanto promocionaban por la televisión: un sándwich bien cargado de pollo desmenuzado, vegetales crujientes y esa salsita de rocoto que siempre prometía calor y consuelo. Sin duda sería exquisito.

Colgué la llamada con esa imagen aún fresca en la mente y caminé hacia la habitación de Adrien para revisarlo de nuevo. Había algo inquietante en su profunda quietud: la pantalla de su teléfono brillaba, iluminando su rostro adormecido, mientras recibía una llamada silenciada.

Suspiré y toqué la puerta suavemente, llamándolo por su nombre con voz baja, cuidando de no asustarlo.

—Eu vou em um momento —respondió con un susurro cargado de fastidio y agotamiento, girándose en la cama para cubrirse la cabeza con una almohada.

Hubo algo casi tierno en su automatismo. Dudaba siquiera que se hubiera percatado de que me habló en portugués. Se incorporó bruscamente, con el rostro encendido por la vergüenza y el desconcierto, sus orejas escarlatas le delataban.

—Lo siento —balbuceó mientras parpadeaba, intentando enfocarme—. Voy en un rato, solo… necesito refrescarme primero.

No pude evitar sonreírle con ternura antes de cerrar la puerta con sigilo para reírme sola. ¿Será que todavía vivía con su madre? Esa reacción parecía sacada del cuarto de un adolescente que no quiere ir al colegio o a misa.

Me acomodé de nuevo en el sofá, revisando mis redes sociales mientras esperaba al repartidor. Hasta que un escalofrío me recorrió la espalda. Algo —una vibración en el ambiente, una mirada invisible— me hizo girar la cabeza.

Y allí estaba Adrien. De pie, detrás de mí. En silencio. Su mirada era helada, sostenida como un anzuelo.

—¿Por qué saliste tan tarde sin avisar? Mira esto —me dijo con voz dura, extendiéndome el teléfono.

En la pantalla desfilaban titulares sobre secuestros, robos, incluso violaciones ocurridas en la zona. Me quedé sin palabras.

—No quiero controlarte, ni mucho menos —continuó—. Pero ponte en mi lugar. Imagina que me hubiese despertado y no estás. No sabría dónde buscarte. Es tarde. ¿Olvidaste lo que nos dijeron los serenazgos esta tarde? La próxima vez, por favor, ten más cuidado. Si me vas a matar del susto, al menos procura que sea una muerte placentera…

Sus palabras casi sonaban lejanas y apenas penetraron en mi mente, por al éxtasis que me producían los helados dedos de Adrien. mientras lamía mi cuello y tiraba de mi obligándome a levantarme, que cambiante era su humor.

Sus palabras apenas penetraban en mi mente. Todo en mí se concentraba en el contraste entre el frío del ambiente y el calor de sus manos.

Adrien, aún detrás de mí, había subido ligeramente mi suéter y deslizaba sus dedos por mi piel expuesta, como si repasara un mapa que ya conocía de memoria. Esos sensibles puntos en el centro de mis senos, de esa manera tan experta que él conocía y enviando olas de placer por mi cuerpo. Su boca, en mi cuello, dibujaba un rastro que mezclaba deseo con algo más inquietante: posesión, tal vez.

Su humor era tan volátil como la brisa que entraba desde la rendija de la ventana, y como si hubiera cambiado el rumbo del viento, me hizo incorporarme con una firmeza inesperada. Se subió al sofá con una agilidad silenciosa y, en un gesto que desarmó cualquier resistencia, me dejó temblando sin terminar lo que parecía inminente.

Lo miré desconcertada. Sonreía.

Él no había llegado aún. ¿Entonces por qué se había detenido?

Se llevó el dedo a los labios en un gesto de silencio cómplice, como si hubiéramos compartido un secreto que el mundo no debía escuchar. Luego se arrodilló frente a mí, y con una risa suave, volvió a bajarme el suéter con la naturalidad de quien cubre una obra a medio terminar.

Ante mi confusión, se carcajeó y me tomó en brazos para depositarme frente a la puerta cerrada, con mi oreja siendo mordisqueada por él, me susurró:

—Llegó visita, cúbrete y contrólate —susurró en mi oído, mientras sus dientes jugueteaban levemente con mi lóbulo.

Antes de que pudiera reaccionar, abrió la puerta y me empujó suavemente hacia la entrada. Ante el desconocido que llegó a arruinar el delicioso momento en el que me encontraba segundos antes. Miré con molestia al sonriente muchacho que venía a traerme el pedido que yo misma realicé antes, con la sonrisa petrificada de quien no sabe si saludar o pedir disculpas. Sus ojos, torpes y confusos, viajaron de mi rostro encendido a mis piernas aún descubiertas.

El aire frío del umbral subió por mi vientre y rozó mi pecho con dedos invisibles. Tuve que apretar los labios y las piernas al mismo tiempo, estirando el corto suéter con disimulo. Alcé una mano para recibir el pedido, mientras con la otra me cubría como podía.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.