Camelia. Una Propuesta Indecorosa

HASTA EL ÚLTIMO LATIDO

Pasaron veintisiete días, ocho horas, treinta y tres minutos con veintidós segundos desde que acepté aquella propuesta indecorosa de Adrien. Como si el tiempo hubiera cobrado sentido solo desde ese instante.

Mañana, pensé con un nudo en el esófago y los ojos vencidos por sombras, sería el último día de nuestro contrato. Una frase que sonaba más a sentencia que a final.

Estábamos tendidos en su cama matrimonial, dentro del bungaló de madera con aroma a sal marina, cedro y cítricos. Sábanas aún tibias por nuestra última noche. Mientras él dormía profundamente, yo permanecía despierta, presa de una vigilia rota, abrazada a su pecho que ascendía y descendía con la calma del que no teme al amanecer.

Pero claro, cual guardiana del sueño y el recuerdo de su angelical rostro, sobre la almohada. Estuve con insomnio casi toda la madrugada, pensando en boberías, o bueno, en la realidad de nuestra relación.

Esa noche, cuando al fin dormí, me visitaron pesadillas tejidas con hilos de despedida: sus manos soltando las mías, su sonrisa desvaneciéndose entre multitudes que no perdonan el apego.

Me desperté tarde, casi al mediodía. Exhausta.

La tristeza me bordó ojeras, como si fueran versos en un poema trágico. Él no estaba a mi lado por primera vez desde que lo conocí. La almohada aún guardaba la forma de su rostro, como si la tela se negara a olvidar. Me levanté con la delicadeza de quien no quiere romper el recuerdo.

Me duché sintiendo que el agua no me limpiaba, sino que me abría heridas frescas y me arrancaba el amaderado aroma de Adrien, de mi piel. Y me vestí para nuestro último ritual juntos.

Mientras me arreglaba. Llegó al fin, escuché como la puerta principal se cerraba y se movían cosas en la cocina: metal, vidrio, empaques. De seguro, debía estar encargándose del desayuno o nuestro almuerzo, a juzgar por la hora.

Se encargó de eso tantas veces, que ya que no era extraño para mí. En verdad me sentía agradecida de compartir mi tiempo junto a un adulto maduro y funcional.

Iba a ser difícil de ahora en adelante, Adrien elevó mi expectativa amorosa y de ahora en adelante, no me conformaría con menos. Y no respecto al ámbito monetario, sino a ese espacio que él me daba, como cumplía mis deseos, hasta el más mínimo capricho. Me escuchaba siempre, no fingiendo o interesado en otra cosa. Sino que en verdad oía hasta la frase más simple que mis labios soltaran.

Fue él quien notó mi aversión a ciertos alimentos y colores. Nunca olvidó mi alergia al yogurt y algunos quesos. Incluso le vi apuntar los antibióticos a los que era alérgica —por si alguna emergencia me ocurría—. Él que me enseñó que el amor también podía ser funcional, atento y dulce.

¿Y si no era él quién estaba en la cocina?

Pudo haber llegado alguien a encargarse de la limpieza y yo aquí, creyendo tontamente que era él… Me quedé quieta, con el corazón en la garganta, como una niña que teme abrir el regalo y encontrarlo vacío.

Tenía que calmarme, no podía salir. Hoy íbamos a pasear en parapente, romper el cielo con nuestras risas. Después, una cena sobre las aguas, donde las luces del crucero bailarían como luciérnagas sobre el mar. Todas y cada una de las cosas que alguna vez soñé con hacer y más, mucho más de las que pensé. Todas las hice realidad junto a él.

Sería un día espectacular y mañana volveríamos a la realidad, no permitiría que la pesadez en mi corazón agriase el momento. Así que con una gran sonrisa salí a darle los buenos días a ese hombre tan especial.

Crucé la puerta con los pies temblorosos, como si el suelo fuera una cuerda floja entre la ilusión y el final. Estaba llena de expectativa y nostalgia, buscando en su presencia la confirmación de que aún éramos dos. Y él me recibió como si el universo se hubiese replegado en sus brazos: un abrazo profundo, un enjambre de besos que dibujaron constelaciones sobre mi piel.

Su ternura, su mirada encendida, tenían la calidez de un sol que no quema, pero que revive.

Si sus ojos se vendieran como joyas, no habría diamante en la tierra que rivalizara con su valor. Su brillo no se podía cuantificar, porque iluminaba hasta los rincones apagados de mi alma.

Desayunamos. Ligero, sí, pero con esa exquisitez que sólo tiene lo compartido con amor verdadero. El aroma del café y la fruta fresca se mezclaban con el susurro de una rutina que ya empezaba a doler.

Cuando la cocina quedó atrás, él me atrajo suavemente y me sentó en sus piernas sobre el sofá. Como si mi cuerpo fuera una flor por explorar, sus labios rozaron cada pétalo visible: mejillas, cuello, hombros… cada beso era una caricia de despedida que aún no se atrevía a llamarlo así.

—¿No prefieres quedarte aquí conmigo? — susurró como quien ofrece un universo secreto, mientras jugaba con el lóbulo de mi oreja como si fuera el interruptor de mi voluntad.

—Vamos, es el último día y debemos disfrutarlo a más no poder.

Lo dije con firmeza, decidida a disfrutar nuestro último día, a lo grande. Le di un suave empujón y me puse de pie. Aunque me detuve ante mis palabras, había un remolino de pensamientos que me torturaban y quizás había sido muy brusca con él. Su mirada se tornó oscura, sus gestos como páginas que se cierran sin terminar de leerse.




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