El tic tac del reloj en la pared era como un sismógrafo emocional, marcando no solo el paso del tiempo, sino también mi creciente desesperación. Aquel sonido tenue se eclipsaba cada tanto bajo el estruendo de pisadas apresuradas, gritos contenidos y el chasquido eléctrico de las desfibrilaciones que intentaban devolverle a Adrien la vida robada. Cada minuto se desgarraba como un velo, y cada segundo vibraba con la posibilidad de convertirse en eternidad.
Sabía, por experiencia, que diez segundos bastaban para decidir entre el aquí y el allá, entre el temblor cálido de la existencia y el frío abismo de la nada. A veces me preguntaba qué era peor: perder a alguien o no haberlo conocido de verdad.
De pronto, el silencio. Un vacío fugaz que parecía durar medio latido. Después, el caos volvió a abrazar la sala con el frenesí del personal corriendo, como aves desesperadas ante una tormenta.
Me mordía los labios con tanta fuerza que la sangre se volvió océano metálico en mi boca. Limpié mis lágrimas una vez más, esa milésima vez que nunca parecía suficiente, como si el dolor tuviera sed de ritual.
—Señorita, acérquese, por favor —dijo finalmente el médico, con una voz que cargaba todo el peso de mi miedo—. Hemos logrado estabilizar al paciente, pero me temo que aquí no podrá recibir la atención necesaria. Sígame, por favor, para realizar el presupuesto y coordinar su traslado a Piura o Tumbes.
—¿Tan lejos? ¡Son casi cuatro horas! —exclamé con el hilo de voz que me quedaba, desgarrado por la histeria.
Mi alivio, tan frágil como el cristal, empezaba a resquebrajarse. Estaba vivo, sí, pero… ¿por cuánto tiempo? ¿Sobreviviría ese viaje? ¿Y a quién debía avisar?
—No hay un centro hospitalario con las instalaciones necesarias para atender su caso. Es posible que el paciente no soporte otro colapso. A juzgar por su medicación y estado, tiene una patología que requiere cirugía de emergencia.
Cirugía.
Patología.
Corazón.
Medicación.
Palabras que golpeaban como lluvia de piedras sobre el tejado del alma. Me hundían en la verdad que hasta ese momento me negué a ver: Adrien era un extraño. Casi un mes juntos, y no había visto nada más allá de su sonrisa serena, sus bromas suaves, sus silencios dormidos.
En la ambulancia al hospital Piurano, frente a su cuerpo inconsciente, el mundo adquiría un tono frío y apagado. La piel de Adrien estaba pálida como una flor marchita, su frente bañada en un sudor helado. Diversos medicamentos recorrían sus venas en busca de un milagro. Su estabilidad era un hilo que el universo tensaba sin compasión.
Si lo hubiese notado antes… sus manos sudorosas, su evasiva al parapente, esa mirada que a veces parecía perderse en algún recuerdo lejano. Tal vez allí comenzó a gritar su cuerpo lo que su boca nunca pronunció.
¿Era esta la razón por la que dormía tan profundamente, como si cada noche escapara de sí mismo?
Presioné su mano como si así pudiera retenerlo aquí, en esta dimensión donde aún existía, donde aún me podía mirar. Las lágrimas corrían por mi cara como si el río Amazonas hubiese decidido cambiar de ruta.
Llegamos al hospital de Piura a las siete. Adrien fue trasladado al área de cardiología. Yo, en cambio, fui abandonada en otro limbo: el de las preguntas que no sabía responder.
«¿Nombre completo del paciente?»
«¿Familiares?»
«¿Nacionalidad?»
«¿Alergias?»
«¿Trabajo?»
«¿Dirección de vivienda?»
Una sombra se proyectó sobre mí, esa de no saber absolutamente nada. El personal optó por llamar a la policía para investigar mediante sus documentos. Me sentía como una niña perdida en medio de una tormenta emocional.
Pero justo cuando la oscuridad amenazaba con abrazarme, una luz surgió: el teléfono de Adrien vibró con una llamada y el nombre del emisor era ¡Alexander!
“Cuando no sabes a quién llamar, a veces la vida marca el número por ti.”
Sin pensarlo, lo contesté. Y así, en medio del naufragio, llegó la primera voz que me recordaría que no estaba sola.
—¿Dónde estás?, no puedo atrasar por más tiempo la salida del crucero. La voz de Alexander irrumpió en la línea con un tono frío, casi afilado, aunque a mí me sonó como la aparición de un ángel en medio del naufragio. El peso de su impaciencia se mezclaba con el malestar por nuestra ausencia, pero lo que pasaba aquí, en esta sala blanqueada de dolor y desvelo, era más grave.
—Adrien tuvo un paro cardíaco… estamos en el Hospital Regional de Piura —dije con la garganta hecha cenizas—. Está inconsciente y no sé nada sobre él. Ni siquiera sabía que estaba enfermo…
Me derrumbé en el suelo, ovillada por la desesperación. Las emociones, encajonadas durante horas, se desbordaron como una presa rota. Tomé aire, uno, dos, tres intentos… y volví a acercarme el teléfono a la oreja, como si entre sus ondas pudiera encontrar un salvavidas.
—Dile a los médicos que tiene valvulopatía —dijo con una urgencia precisa—. Su médico tratante es el doctor Francesco Virgolini. Le daré los datos del hospital y se pondrá en contacto con el director médico. Que estén atentos a la llamada. ¿No llevaron ningún objeto personal? ¿Cómo fue que colapsó?
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Editado: 26.07.2025