Camelia. Una Propuesta Indecorosa

ANTES DEL UMBRAL

Al fin se había callado esa vocecita en mi cabeza que me decía que tuviese cuidado, que acabaría arrepentida o que pronto habría un final, no era por tener un lujoso anillo en mi dedo, cambiaría toda su fortuna para que Adrien tuviese buena salud y, sobre todo, para que sobreviviese a la cirugía, pero me sentía dichosa por haberlo hecho feliz.

Era enternecedor mirarlo dormir profundamente, su rostro pálido bajo ese característico bronceado en él, lucía alegre y despreocupado, incluso se veía más joven y radiante. Quizás muy dentro de él, aún era un niño mimado y se hallaba feliz de haber cumplido su meta.

En cierto modo, odiaba que se sintiese tan realizado, él decía que había cumplido todos los sueños y metas que alguna vez había pensado, pero ¿no soñaba con sobrevivir a la cirugía?

Suspiré agotada mientras nos dirigíamos a Portugal en un jet privado, Alexander se había encargado de todos los detalles técnicos y el Doctor Francesco de programar la cirugía, todos dormían a excepción de mí. Estela se encontraba en el vestíbulo de la habitación junto a ellos, cuando me había dirigido al baño los sorprendí a todos dormidos, bueno no a todos, los pilotos también estaban despiertos.

No sabía qué hacer y temía a quedarme dormida… estaba estable, pero ¿Cuánto duraría?, me senté el sofá y me recliné para seguir leyendo mi libro de anatomía, ahora tenía una razón más para estudiar, debía que prepararme para el futuro que tendríamos juntos. Me rehusaba —con toda la fuerza de mi alma— a pensar que sería de otro modo.

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Habíamos pasado casi medio día volando. Un nudo me apretaba el estómago. Fingía una sonrisa frente a Adrien, pero él —tan intuitivo— percibía mi inquietud. Notó que apenas probé el almuerzo, y eso le bastó. Desde que me conoce, sabe que suelo comer con entusiasmo… pero esta vez, forzarme habría sido peor. El malestar no estaba en mi cuerpo, sino en el temor que se anidaba dentro.

Aunque se veía más repuesto y estable, lo bajaron en silla de ruedas al llegar al aeropuerto. Él, como siempre, me regaló su sonrisa radiante, esa que parece robarle al sol su brillo. Me miró con ternura, y por un instante, sentí que no había en el mundo nadie más capaz de hacerme sentir tan querida. Su risa era contagiosa, y el buen humor que irradiaba lo llevaba a bromear con Alexander. Si las miradas mataran, Adrien habría caído muerto ipso facto, juzgado por el ceño de su amigo.

Nos detuvimos en el estacionamiento. Una mujer rubia, de unos cuarenta años, corrió hacia Adrien y se arrodilló frente a él con el rostro cubierto de lágrimas. Lo abrazó con desesperación y dulzura, como si quisiera protegerlo de todo lo que estaba por venir. Un hombre de mediana edad se acercó: su cabellera castaña, teñida de canas brillantes, le daba un aire sereno. Nos dio una mirada cálida, y una sonrisa cargada de silencio. No hacía falta presentación: eran sus padres. Se notaba en la forma en que lo miraban, en esa preocupación que no necesita palabras para decir “te amo”.

—Meu filho, meu pequeno… —decía la mujer entre sollozos, acariciando el cabello de Adrien mientras lo estrechaba contra su pecho.

No comprendía del todo sus palabras, pero el parecido con el español me permitía adivinar su cariño desesperado.

Adrien tomó sus manos con suavidad, les depositó un beso reverente, y respondió en portugués. Noté que me señalaba mientras hablaba: algo decía sobre mí… lo sentí. Me acercó hacia su madre con suavidad y supongo que me presentó. Guiándome con la mirada, pronunciando palabras que no lograba entender, pero que acariciaban el ambiente como plegarias.

Yo me sentía tensa, nerviosa… como si estuviera siendo evaluada por un tribunal sagrado. Pero sus padres me ofrecieron una sonrisa cálida, envuelta en amabilidad, como si yo formara parte de ellos. ¿Había pasado la prueba ante mis suegros? Todo indicaba que sí. Aun así, esa barrera invisible del idioma me incomodaba; me sentía extraña en medio de tanta ternura.

Seguimos nuestro camino hacia el centro médico. Me impresionó la pulcritud del lugar, la precisión de sus tecnologías. La habitación donde Adrien fue ingresado parecía sacada de una película futurista: amplia, luminosa, con monitores de última generación y su propio baño privado. Mientras los profesionales lo evaluaban, tomé su maleta con intención de acomodar sus cosas. Pero su madre, con una sonrisa serena, retiró mis manos con delicadeza. Dijo algo en portugués con voz suave, como si me protegiera de una tarea que aún le pertenecía.

—Déjala acomodar las cosas Camelia, la señora Marie dice que te ves muy cansada, ella se encargará de guardar tus cosas y las de Adrien —me dijo Alexander, quién se había acercado ante mi confusión. Me sentía agobiada y nerviosa ante el olor antiséptico del lugar, hacía que todo fuese más real, así que me dejé llevar por él.

Alexander nos condujo —a Estela y a mí— al comedor del hospital. Adrien no podía comer antes de la cirugía, y habría sido cruel hacerlo frente a él.

Estela parloteaba sin tregua, seguramente para animarme. Pero yo apenas tenía fuerzas para responder: me limitaba a sonreír mientras intentaba probar el plato que había pedido. El mero olor del pescado me revolvía el estómago; terminé cambiándolo por el plato de mi mejor amiga. Respiré hondo, tratando de disipar el malestar, de contener lo que ya era inevitable.

No lo logré. El malestar me ganó y corrí al baño a vomitar.




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