Camelia. Una Propuesta Indecorosa

EL PERFUME DEL MILAGRO

Camelia.

El clima era una asfixiante y ardiente hoy. Por suerte llevaba conmigo un sombrero playero y lentes de sol, aunque nuestro astro se las ingeniaba para quemarme en las zonas que escapaban a la fibra tejida sobre mi cabeza. Debí salir con una sombrilla, pero después de tanto tiempo sin pisar las calles, predecir la ciudad era como adivinar el ánimo del viento.

Suspiré al sentir el aire seco y caliente chocar contra mi rostro. El asfalto ondulaba en la distancia, y la luz reverberaba como si todo estuviera al borde del delirio. Le compré un helado jugo de naranja a una vendedora ambulante y lo bebí de una sola vez. Fue entonces cuando mis ojos se toparon con la vitrina: ropa y artículos de bebé. Un deseo me recorrió como electricidad, y la ansiedad se instaló en la boca de mi estómago.

Quería entrar. pero me detuve.

No sabía aún si sería niña o niño.

—¿Qué más da…? —susurré, acariciando la idea y mi abdomen redondo.

Entré en la tienda y compré varios mamelucos de todos los colores. Un mordedor que también servía como maraca y con texturas suaves para estimular sus diminutas curiosidades. Estaba rodeada de cosas que quería llevar, pero me contuve. Antes, debía ir a la clínica. Hoy por fin sabría su género.

La emoción me empujaba como una ola suave. Caminé ligera y hasta emocionada, ignorando el calor, hasta que un aroma conocido me golpeó en mitad del cuerpo. Cedro y cítricos, ¿cuántas veces no me senté junto a la ventana de madera y comí frutas, imaginando que él estaba junto a mí?

Me detuve sobre el rayado peatonal y el olor se instaló en mis recuerdos como un dedo que remueve viejas heridas. Mi cuerpo se paralizó y mis piernas cansadas titilaron. Respiré hondo, buscando aire donde solo había polvo y sol. Algunas lágrimas se deslizaron por mi rostro, sin permiso.

Volteé justo cuando una moto soltó su pitido ensordecedor.

Pasó tan cerca que me rozó el brazo y el mundo giró, aunque no caí. No sé si fue un milagro o si el destino decidió usar al transeúnte que pasaba. Me arrastró hasta la acera y me dejó apoyada en la pared.

Su piel pálida brillaba bajo una barba castaña. Su cabello se ocultaba tras un sombrero oscuro y unos lentes de sol cubrían sus ojos, dejando entrever sus cejas fruncidas.

—Lo siento… muchas gracias —susurré. Fue lo único que logré pronunciar ante el alto hombre que acababa de salvarme de ser atropellada.

Me alejé de él medio atontada y cuando me giré para mirarle, ya no estaba por ningún sitio. Con un suspiro, seguí mi camino a la clínica. Sin poder sacarme su aroma de la cabeza… provenía de ese extraño hombre y era tan igual al de… Adrien. Solo pensar en su nombre hacía doler mi corazón, pero me había prometido no volver a llorarlo, debía hacerlo por mi bebé, esa bolita que día a día crecía en mi interior y a quién tanto debía cuidar.

Gracias a la fuerza que me brindaba mi pequeñín, poco a poco mis pasos se volvieron más decididos y en poco tiempo había llegado a la clínica en la que Alexander me puso en control prenatal. A cinco cuadras de distancia desde donde vivía junto a Estela.

Y hacía tanto tiempo que no salía sola, que para mí era una distancia bárbara.

Agotada crucé las puertas y saludé al personal, caminé hasta el área de obstetricia y me senté al fin en la zona de consultas maternales. Acaricié mi brazo lastimado y latiente por el escozor del golpe. Sentimientos encontrados cruzaron por mi mente y mi corazón al observar a las múltiples parejas ansiosas que esperaban entrar o salían cariñosas de su cita, otras gestantes iban acompañadas de su mamá o algún familiar.

Sin duda sería una larga espera y me faltaban veintidós minutos para mi cita, pero el lugar no hacía más que sumergirme en el angustioso sentimiento de soledad.

Sin más reparo abrí mi bolso para sacar un libro de terror que había comprado hacía poco tiempo, «doctor sueño» de Stephen King. Iba bien avanzada en la lectura:

«muertos, entrando en la habitación a través de una pared y desapareciendo por la opuesta. ¿Desapareciendo? No, partiendo. Dan no conocía a Seferis, pero sí a Auden: La Parca se lleva al que nada en oro, al mar de gracioso y a aquellos bien dotados. Ella los había visto a todos y se encontraban aquí a…»

El suave sonido de mi teléfono me arrastró de la lectura haciéndome dar un pequeño grito y salté en el asiento, avergonzada me disculpé con aquellos que me miraban curiosos y tomé el teléfono, había un mensaje de Alexander indicándome que entrase en el consultorio 03 —de inmediato—. Al parecer, la doctora me esperaba, le escribí una disculpa y aún con escalofríos recorriendo mi columna vertebral y mis miembros inferiores, entré al lugar que me había indicó.

La obstetra aún no había llegado, suspiré y me senté frente al escritorio mientras la esperaba, me quité el sombrero y lo puse a un lado, dentro de mi sombrero metí los lentes y mi bolso, el asiento que debería destinarse a un acompañante…

¿Hormonas del embarazo?

Me afectaban tanto… para distraerme comencé a acariciar mis rizos rojizos mientras tarareaba, hasta que escuché el clic de la puerta cerrarse detrás de mí y un curioso aroma familiar golpeó mi nariz.

—Camelia… —susurró el hombre detrás de mí.




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