Camelia. Una Propuesta Indecorosa

¿HEMBRA O VARÓN?

Adrien.

Tenía tantas cosas que quería decirle a Camelia. Palabras atoradas en mi garganta, sílabas que alguna vez soñé pronunciar. Pero al final… le hablé en el idioma más antiguo de todos. El amor.

La tenía de nuevo entre mis brazos. Y no permitiría que el mundo volviera a arrebatármela.

Sentí terror. Con incluso el alma paralizada, cuando la vi caminar distraída, ajena al caos de la ciudad, y por poco… un automóvil a toda velocidad pudo escribir su final. No podía culparla, con ese calor asfixiante y los meses de encierro. La ansiedad social que debe haberla perseguido entre sus propios pensamientos.

Y yo que me había prometido ir poco a poco, con tacto y cuidado. Sabía que ella sentía el daño que pasó por mi culpa, pero ese peligro latente me obligó a aparecer antes de tiempo.

Todo estaba planeado para observarla desde lejos, incluso con una cámara en la consulta. Un ángulo que no revelara mi presencia. Porque necesitaba verla sin invadir su espacio.

Por eso la cuidé desde el primer paso que dio fuera de esa casa. Asegurándome de no ser reconocido. Desde la distancia, siendo solo brisa o una mera sombra.

Y entonces… salió con ese vestido como sus mejillas rosáceas, bordado con pétalos rosas colocados al azar. Tan pura y tierna.

Tan ella.

Y su abdomen… ese pequeño altarcito donde nuestro bebé dormía… la convertía en la portada viva de una revista de maternidad.

No pude evitarlo y la fotografié. Una imagen digna de un cuadro. Es más, mandaría a pintar esa foto para decorar nuestra sala. Una promesa y un “te amaré por siempre” congelado en el tiempo.

Al principio… me sentí sucio. Invasivo, como una figura ajena que rondaba la vida sin ser invitado.

La vergüenza me paralizaba. El temor de lastimarla con mi llegada me mantenía a raya. Yo no era un psicópata y n quería controlarla. Solo cuidarla y protegerla. Amarla libre y brillante como era ella, sin irrumpir.

De haber sabido que la terapia había sanado tanto a mi hermosa flor… me habría mostrado ante ella hace mucho. Pero ahora, solo puedo agradecerle a los dioses por tenerla aquí, perdonarme, y permitirme disfrutar del regalo que llevamos en su vientre.

—Me haces cosquillas —dijo entre risas, mientras acariciaba mi rostro con la dulzura de quien conoce el amor.

—Entonces debemos cambiar de táctica —susurré, y comencé a depositar suaves besos por su cuello y sus mejillas.

—Adrien, por favor… podría regresar la obstetra… ¡oh!

Me aparté, alarmado.

—¿Qué pasó?

Ella no respondió con palabras. Tomó mi mano y la posó sobre su vientre. Entonces lo sentí…

El pequeño se había despertado. Su cuerpo moviéndose en pequeñas ondulaciones en el abdomen de su madre. Levantaba la piel en puntos suaves, vibrando como un tambor silencioso. Y yo… yo me convertí en silencio. En temblor y puro amor.

Mentiría si dijera que alguna vez fui más feliz.

Todo mi ser se paralizó, mi corazón se aceleró. Y el mundo entero… se detuvo en ese momento. Solo existíamos nosotros tres, podía escuchar nuestras respiraciones y sentir las palpitaciones del corazón de Camelia, acelerado como el mío e impulsando el movimiento de nuestro bebé. Su vida creciendo entre nosotros.

Miré a Camelia. Y era distinta, más brillante y poderosa.

Admiración no era una palabra suficiente. Se volvió una Diosa ante mis ojos, la creadora de vida y la encarnación de toda fuerza.

Ella.

—¿Adrien, estás bien? —me preguntó con ternura, con una mirada maternal, llena de amor, de acogida.

—Busco las palabras… pero no sé si existe alguna que me alcance. Camelia, mi dulce amor… ustedes son lo mejor que ha podido ocurrirme. Haré lo que sea por verles felices siempre. Los amos con cada célula de mi ser, con cada fibra de mi alma. Yo…

Dos suaves golpes en la puerta. Se abrió y una mujer con uniforme entró: La doctora López.

—Buenas tardes, señores —pronunció la doctora al entrar.

No supe cómo pasó… pero estaba arrodillado ante Camelia, mi mano aún en su vientre, recibiendo el pulso de nuestro hijo. Me incorporé, limpié discretamente mis lágrimas, y tomé la mano de una sonrojada Camelia.

La ayudé a levantarse, a sentarse, y nos preparamos para la primera consulta. Juntos.

Ella se recostó en la camilla. La ayudé a desabotonarse el vestido y a liberar su vientre para el ultrasonido. Su rostro ardía, pero era más que pudor… era vulnerabilidad envuelta en confianza.

Tendí mi mano a Camelia, que ardía de timidez. Sus mejillas se tiñeron de rojo. Le sonreí para aligerar su vergüenza, tomando su mano como si fuese la llave de mi propia calma.

Juntos asistimos a la primera consulta de nuestro bebé. Una ceremonia íntima. Una promesa que empezaba a tomar forma bajo la piel.

Tomé su mano. Ella se estremeció al contacto frío del gel.

—Tranquila, cariño… no es nada que ya la doctora y yo no te hayamos visto —dije con una sonrisa que pretendía ser ligera.




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