Camelia.
—Oh vamos, cariño. Todo estará bien, no te preocupes —le dije a Adrien, a través del teléfono mientras acariciaba mi vientre—. Es solo una molestia estomacal. Cualquier cosa te aviso… te amo.
Nos despedimos, corté la llamada y me abrigué en mi gruesa cobija, aspirando el perfume de mi esposo que aún se mantenía impregnada en la tela.
Ayer no tuvo tiempo de responderme y no pudimos planificar nada, porque fuimos interrumpidos por una vendedora y terminamos comprando varias prendas. Para finiquitar paseamos por calles con aromas a fruta, asados y polvo. Ya cansados volvimos a nuestra habitación.
Aunque sabía que el dejaría todo en mí, según que yo desease. Conocía a Adrien lo suficiente para saber que se lo estaba pensando, lamentablemente yo era la peor para ocultar mis emociones y mi rostro era un libro abierto para las personas, más para las que me conocían tanto como él, pero estaba decidida a decírselo cuando regresara de República dominicana, sí, tenía una familia manipuladora y problemática, tenía que saberlo antes de tomar su decisión.
Me quité los audífonos. La playlist se había saltado a Paint It, Black, de The Rolling Stones. Esa canción siempre me atrapaba en una espiral de melancolía, y ahora debía estar firme. Mi bebé necesitaba alegría y que yo fuese lo más positiva que pudiese. Así que busqué a uno de mis artistas favoritos y lo puse: No Pares De Bailar, de Lasso. Y como si fuese un conjuro, la canción empezó a danzar dentro de mí.
……Yo no busco una razón para llamar tu atención
Sólo quiero que no pares de bailar
Yo no busco una razón para entrar en tu corazón
Sólo quiero que no pares de bailar, no pares de bailar
Y en pocas palabras eres todo para mí…
Mis pasos me llevaron al baño por enésima vez en el día y la canción inundaba mis oídos, cada verso dibujaba el rostro de Adrien en el aire.
La idea de que nuestro hijo heredara su mirada esmeralda me hacía temblar de felicidad. Igual al niño de mis sueños, es que se me arrebató. Ese cabello dorado, rebelde, que baila con el viento como si fuese sol líquido. Y su sonrisa... esa que siempre lograba acelerarme el corazón, sin importar cuánto lo intentase controlar.
Aunque, pensándolo bien, no fue su belleza lo que me enamoró. Sino sus gestos sus silencios atentos. Su forma de darme valor cuando yo dudaba de mí, cada acción suya está tejida con una ternura que casi parece hilada con jalea de mangos, flores y amor. Nunca creí en la perfección, pero él… al menos para mí… lo era.
Al terminar de bañarme, me vestí con el leggin negro que me él me compró el día anterior, y una ancha blusa violeta de mangas largas, sensual y suave, que me protegía del sol y de las miradas. Me calcé mis tenis blancos, tomé mi sombrero y los lentes, y me enfrenté al calor infernal como quien se arma con memorias felices.
Y claro, lo más importante: mi cartera, con mi carpeta de exámenes.
Ya lista, me encaminé al servicio de emergencias de la clínica en la que apenas ayer, conocí el sexo de mi bebé, a solo unas cuadras. Pero me sentía tan mal anímicamente… que la distancia me pareció bárbara.
Desde el primer escalón del centro clínico, la luz blanca parecía más cruel de lo habitual. Sentía mis piernas como ramas flotantes: inestables, ajenas.
Apenas llegué les expliqué a los médicos que había ido ya doce veces al baño con diarrea, estaba mareada y solo unos antieméticos habían logrado que dejase de vomitar. Me sentía débil y mareada, la bilis, ácida y amarilla, aún me quemaba los recuerdos y el estómago. Pero lo que más sentía era una preocupación que trepaba como hiedra por mi pecho… por mi bebé.
Entregué la muestra de heces en el laboratorio y me dispuse a terminar de leer Doctor sueño para hacer tiempo.
Esperé casi dos horas hasta que estuviesen los resultados, pero al leerlos tomé la que creí que sería la mejor de las decisiones. En la clínica me hospitalizarían por la fuerte infección estomacal que agarré. Pero, sabiendo que eso sería una cantidad de dinero descomunal para algo tan simple, me dirigí a un ambulatorio cercano y allí les hablé de mi historial clínico y les enseñé mis exámenes.
De una vez, me pasaron a una sala pública donde tratarme, en una de las múltiples camas me acosté a recibir el tratamiento que me administrarían. Las sábanas olían a cloro viejo, aunque al menos no tenían el sudor y resto de cuerpos pasados, el colchón era duro, pero mi alma estaba más blanda que nunca.
El teléfono vibró y observé un bonito mensaje de Adrien.
¿Debía llamar a Adrien? ¿Decirle que el miedo me apretaba los pulmones? No. Él estaba lejos, ocupado trabajando y probablemente soñando con su regreso. Que descansara lo que pudiera, ya se enteraría al regresar. Afuera, la gente cruzaba pasillos fríos que olían a yodo y desinfectante, mientras yo me aferraba al silencio y me obligaba a concentrarme en leer.
Abrí Doctor Sueño de Stephen King, para continuar mi lectura, pero las palabras se deshacían como humo, estaba demasiado nerviosa, así que me obligué a respirar profundo y calmarme.
Los medicamentos llegaron en frascos plásticos, con etiquetas escritas a mano. Una solución intravenosa sería lo primero que me administrarían y el catéter número dieciocho parecía casi una aguja de tejer, demasiado grueso para mi pobre vena. A través de mi piel deshidratada, buscaron la vena en la que insertarían esa aguja, como quien explora una mina vacía.
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Editado: 25.10.2025