Camelia.
Estela se había quedado dormida en el asiento trasero de la camioneta, estaba agotada por su nuevo trabajo y por cuidarme hasta la madrugada, casi no había dormido y debía ir a trabajar en unas horas.
Podía percibir el ambiente tenso y me movía intranquila en el asiento, aunque Adrien hablase tan dulce como siempre y su semblante se viese tan tranquilo, sus ojos se habían oscurecido y daban la sensación de que una tormenta ocurría en su interior. Sin más opción suspiré y me preparé para arreglar las cosas. Tomé su mano y le acaricié suavemente el dorso para inspirarle paz. Adrien me sonrió de vuelta con una brillante sonrisa que no llegó a sus ojos, decidida a no posponerlo más, le pregunté lo que ocurría.
—¿Por qué estás tan preocupado?
—No lo estoy —respondió con una media sonrisa.
—¿Ya empezamos con las mentiras? —exclamé con fingida indignación.
—Sólo estoy un poco... nervioso, el sólo pensar que algo les hubiese ocurrido —suspiró—. Hablamos en la habitación, ¿sí?
Con un asentimiento, me giré sin dejar de seguir acariciando las yemas de sus dedos, mientras el miraba con cinismo al peluche en mis piernas. No lo había soltado desde que me lo regaló y lo llevaba abrazado encima de mis muslos, por lo visto alguien ya lo veía como un rival, el mero pensamiento me llevó a sonreír y dejar múltiples besos en el pico del peluche.
La camioneta ya se había detenido y el me miraba con fijeza, tomó el peluche de mis manos y lo guardó en las bolsas que recogió. Lo que me llevó a hacerle un drama como si fuese una niña pequeña a la que le arrestaban su juguete favorito, ambos sabíamos que era fingido. Aunque pensándolo bien, el pingüino si era mi juguete favorito y mi persona favorita se encontraba frente a mí mirándome con ternura.
El problema fue que mi pataleta despertó sobresaltada a Estela y dirigiéndome una mirada asesina, se marchó luego de despedirse de nosotros, avergonzada escondí mi cara tras el animal de peluche.
Adrien desabrochó mi cinturón de seguridad y me cargó en sus brazos para ayudarme a bajar, me colocó su casaca y agarrados de la mano entramos a nuestro hogar. El corredor parecía respirar a la par de nuestros pasos, cada baldosa crujía suavemente como si acariciara la memoria de encuentros anteriores. Adrien caminaba detrás de mí, y aunque sus pies no hacían ruido, el eco de su tensión se sentía como un susurro en la nuca. Su presencia no tocaba el aire, pero lo alteraba. Lo volvía más denso.
Una vez dentro fui de inmediato al baño, eran horribles las ganas de hacer pis por el peso del bebé en mi vientre, entre la presión en mi vejiga y la cantidad de líquido que ingiero en el día, se han duplicado mis idas al baño.
Una vez satisfecha, abrí el grifo y el sonido del agua en el lavabo resonó como un suspiro prolongado de la casa. Las losas frías del baño contrastaban con el calor constante que irradiaba mi cuerpo, como si el bebé en mi vientre cociera lentamente una luna interna. Mientras el agua corría, me apoyé en el lavamanos por unos segundos, observando mi reflejo con ese gesto entre duda y ternura que sólo aparece cuando una se encuentra a solas con su vulnerabilidad.
Mi abdomen se arqueaba como una colina cálida, y sobre la piel, la blusa dejaba ver las sombras suaves de un cuerpo que se está transformando en santuario. Podía sentir las pataditas firmes del bebé, como si yo fuera su tambor, a un ritmo lento que marcaba el equilibrio de lo que está por llegar.
Adrien golpeó suavemente la puerta.
—¿Estás bien, Camelia?
—Sí, amor. Sólo me acomodo... —respondí mientras me pasaba la mano por el cabello húmedo de vapor, como si quisiese alisar también mis pensamientos.
Al salir, me esperaba con una toalla tibia que había traído del armario. Me dio las cosas necesarias para darme una ducha rápida y una vez terminé. Me envolvió con cuidado, como quien viste a una melodía antes de dormir. El olor a jazmín de las macetas del pasillo flotaba en el aire y la suave luz de la luna, se filtraba a través de la azotea.
—¿Quieres acostarte un momento? —preguntó, y en su voz había un susurro parecido al viento entre hojas.
Asentí, y juntos entramos a la habitación. Abrí la puerta con lentitud. La habitación estaba impregnada de esa penumbra dorada que antecede la lluvia: una luz tenue filtrada por las cortinas ondeantes, y el olor a madera tibia mezclado con el perfume adormecido de lavanda en la almohada. El silencio nos acogió como lo haría una abuela con las manos llenas de historias: sin preguntar, sin invadir, pero reconociendo.
Me ayudó a acomodarme entre almohadas, y colocó el peluche junto a mí, dándole una posición de honor entre los pliegues de la sábana. Se sentó en el borde de la cama y por fin sus ojos se suavizaron, como si, al verme ahí, sin máscaras ni argumentos, algo dentro de él se hubiese rendido al descanso.
—No quiero que te falte nada —dijo al fin—. Ni palabras, ni tiempo, ni cuidado.
Le extendí la mano y él la tomó como se toma una promesa sin apuro.
Adrien se sentó en el borde de la cama, con las manos enlazadas como si intentara atrapar sus pensamientos antes de que escaparan. Me acerqué despacio, con el peluche aún contra mi pecho, su tela impregnada del calor reciente de mi regazo. Me senté a su lado, nuestras rodillas rozándose apenas como dos páginas que se encuentran por accidente en un libro viejo.
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Editado: 18.08.2025