Camelia. Una Propuesta Indecorosa

LA DECISIÓN ESTÁ TOMADA

Adrien.

Después de que Camelia recibiera la tercera y última dosis de antibiótico vía endovenoso, la noche anterior, concerté una cita con Estela, la mejor amiga de mi esposa, para el día siguiente.

La mañana era húmeda, a pesar de los fuertes rayos del sol, en una ciudad contagiada por la fragilidad del alba. Donde era tan común salir a laborar incluso antes de que los primeros rayos del sol atravesaran el horizonte. Como Julia, una señora que debería estar retirada y descansando en casa, sin embargo, vendía sándwich desde las dos de la mañana en la calle e incluso almuerzos completos, y sí, desde esa hora era alta la clientela que se abastecía con sus manjares, mis favoritos estaban entre los de morcilla y los de plátano maduro con queso, Camelia por su parte, amaba los de salteado y palta con queso.

Y, podía ver a Julia con el toldo rodeado de compradores, más de los que había en el pequeño restaurante cercano a casa, donde me hallaba sentado. El Perú estaba lleno de gente trabajadora y bien echada para adelante.

Las luces colgantes temblaron levemente con la brisa del ventilador, sacándome de mi ensoñación. Pedí un café expreso —negro, humeante, y con ese amargor que sabía a preocupación—, junto a una botella de agua, intentando contener el nudo que crecía en mi estómago. La silla frente a mí parecía mirar también la puerta. La ansiedad, fiel compañera, se había acomodado justo allí.

Pocos minutos después, llegó Estela. Morena y enérgica, con el cabello recogido como si viniera de una batalla cotidiana y de hecho, se preparaba para ella, en su trabajo.

Me saludó con firmeza, se sentó frente a mí y pidió su desayuno sin ceremonia. No me preguntó nada, pero su silencio y su mirada, me instaban a hablar.

Respiré. El aire me pareció denso, como si la memoria hubiese dejado huellas de humo en mis pulmones.

No quería dudar de Camelia. No de ella, que cuida incluso cuando el mundo le da la espalda. Pero su forma de amar —esa entrega que atraviesa el cuerpo y llega al alma— a veces la deja expuesta, tan vulnerable y voluble. Incluso ocultó su malestar estomacal como quien esconde una herida para que no preocupen los demás. Y ahora, con las sombras que se desprendían de nuestras historias familiares, temía que algo la tocara sin que yo lo supiera. Quería entenderla y protegerla.

—Sé que quieres que vaya directo al grano, así que aquí vamos —dije, dejando que las palabras se deslizaran y se asentaran—. ¿Qué tal es la familia de Camelia y cómo es su relación con ellos?

Estela me miró en silencio. Luego, apartó la servilleta como si despejara una página invisible y comenzó a hablar:

—Supongo que, si viniste a mí, es porque algo pasó y tienes dudas —su voz tenía el tono de quien ha visto crecer a alguien bajo lluvias suaves y tormentas inesperadas. Su mirada se volvió hacia la calle, siguiendo a una madre con su hijo de la mano, como si allí encontrara el inicio del recuerdo—. Lo poco que sé de su padre es que las abandonó desde antes de nacer. Su madre la crio sola, a ella y a su hermano gemelo, hasta que llegó el padrastro... con él tuvieron otra hija. Han estado juntos desde entonces, pero el hombre no es precisamente un pilar: impulsivo, cambia de trabajo como de calzones, y la mayor carga siempre ha recaído en la madre de Camelia.

El café frente a Estela empezó a liberar vapor y ella lo sopló con suavidad, buscando entre sus recuerdos.

—Camelia estudia medicina. Ya eso lo sabes, todos sus estudios los ha pagado con becas, el alquiler, la comida, gastos que no se detienen... y, aun así, consigue trabajos pequeños, inventa tiempo donde no hay, y cada tanto logra enviarle algo a su madre para apoyarla.

—Sabía que había tenido una infancia dura... pero jamás imaginé que tanto —susurré, dejando escapar un suspiro.

Estela frunció los labios y su mirada se nubló.

—Y eso no es lo más difícil, Camelia y su madre chocan… constantemente. Y, a pesar de todoella ha sido una hija ejemplar: se abstuvo de fiestas por no preocuparla, jamás pasó del horario pactado para regresar, incluso si iba a la casa de al lado. Ayudaba en todo lo posible. No era rebelde, no causaba dolores de cabeza… —bufó, como si la injusticia aún le doliera—. Pero su madre siempre encontraba una razón para reprenderla, como si Camelia fuera el receptáculo de toda su frustración. Entiendo que tuvo una vida difícil, aunque… ¿cuánto se puede exigir a alguien que también carga con la infancia rota de otro?

Mis dedos rodearon la taza de café ya tibia. Las palabras de Estela se filtraban como viento por rendijas que yo no había notado antes.

—Estábamos pensando en mudarnos a una casita —dije despacio—, pero Camelia quería que fuéramos a su pueblo natal. Pensé en apoyarla…

Estela me interrumpió con una mirada aguda que me recorrió como bisturí.

—Ella compró una casa, ¿no es así? —preguntó, y había algo más que simple curiosidad en sus ojos—. A pesar de todo, ama a su madre. Estoy segura de que quieres que Camelia forme una familia y ella quiere lograr algo que pueda ser aprobado por su madre. Tal vez esa casa sea el intento de Camelia por reconciliar su historia: demostrar que hizo lo correcto, que fue buena hija.

Levantó las manos, como quien silencia las dudas que amenazan con romper el hilo de un pensamiento importante.




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