Camelia. Una Propuesta Indecorosa

UN VIAJE DE ENSUEÑO

Camelia.

Adrien quería tomar un vuelo desde Chiclayo hasta Huancayo. Sería, como mucho, una hora y media. Pero yo… ¿cómo iba a desaprovechar la oportunidad de hacer un viaje como si fuese una turista? No hubo manera de que lograra hacerme cambiar de opinión. Al final, tomamos un bus hacia mi pueblo natal. Dieciocho horas —o quizás un poco más— de carretera, pero valdría la pena.

El viaje no era solo distancia. Era comida, paisaje, cultura, y la promesa de volver a tocar tierra conocida.

Por suerte, no llevábamos mucho equipaje. Aún no habíamos comprado casi nada para el bebé, y la mayoría de la ropa era mía. Dejé con Estela lo que no necesitaría por ahora, para que lo donara. Y así, nos pusimos en marcha.

El bus era sorprendentemente cómodo. Tenía enchufes para cargar los teléfonos, señal de wi-fi gratuita, y cristales ahumados que filtraban la luz sin impedirnos ver el mundo. El horizonte se deslizaba como una película lenta, y entre risas y fotos, el tiempo comenzó a diluirse.

Adrien sacó su móvil, repleto de juegos que había descargado para el viaje. Nos sumergimos en criptogramas, mis favoritos junto a los Brain Test. Cuando nos dimos cuenta, ya era mediodía. El bus se detendría para una pausa: veinte minutos para almorzar, estirar las piernas y respirar otro aire.

La parada era un rincón sencillo, con mesas de plástico y aromas que se mezclaban entre frituras y caldos.

La cara de Adrien era un poema por cada lugar que pisábamos. Nunca fue exigente con la comida ni con los locales, podía comer en un restaurante gourmet o en una esquina de papipollo conmigo. Pero esta vez, su preocupación no era por él. Era por mí y mi reciente malestar estomacal.

Cuando se disponía a buscar en internet dónde comer, yo ya estaba sentada, lista para pedir.

—Listo, faltas tú por ordenar tu comida, cariño —le dije con una sonrisa traviesa.

Adrien apretó los dientes. Se pasó las manos por el cabello, exasperado, y al final se sentó junto a mí. Le hizo señas al mesero para que le sirviera lo mismo, pero pidió de entrada un ceviche con leche de tigre y dos tortitas de choclo. Luego, comenzó a jugar con mis rizos, como si sus dedos supieran calmarme mejor que sus palabras, o a él.

—Estás siendo bastante… —pensó un momento—, berrinchuda. Creo que te he malcriado mucho.

—Y lo que te falta —respondí, y besé su mejilla.

En poco tiempo trajeron mi arroz chaufa con chancho ahumado, pollo, carne, trozos de brócoli y deditos de queso. De entrada, una sopa de pollo. Pero antes de que pudiera tocar mi plato principal, Adrien me puso la sopa frente a mí, con una sonrisa que apenas podía contener.

—No me mires así, cariño. Come la sopa primero —dijo, divertido.

—No quiero más sopa, Adrien. Ni siquiera la pedí, estoy cansada de comerla —fingí pensarlo—. Hagamos algo: me como una de tus tortitas de choclo con tantita leche de tigre y la comida principal, ¿sí?

—¿Y qué harás con la sopa? —me lanzó una mirada perspicaz.

—La pediré para llevar y se la daré a alguien que no tenga qué comer —respondí, poniendo mi mejor mirada de cordero degollado.

Adrien suspiró, besó mi frente y cedió.

—Está bien, pero no te daré ceviche ni leche de tigre, está contraindicado por el embarazo.

Le indicó al mesero que guardara la sopa para llevar, me dio sus dos tortitas de choclo y comenzó a comer. Fue entonces cuando lo comprendí: él ya lo había previsto. Sabía que no me comería la sopa, las pidió para mí. Me conocía tanto…

Y en ese gesto, entre comida compartida y risas suaves, entendí que el amor también se sirve en platos pequeños. Y que a veces, proteger a alguien es simplemente saber lo que no dirá.

Agradecida, lo abracé con fuerza y estampé varios besos en su frente. Adrien sonrió, pero no me dejó probar la leche de tigre —por ser pescado marinado—. Su mirada satisfecha me hizo reír, continuamos con nuestra comida, aunque antes tomé algunas fotos para el recuerdo. Nuestros manjares estaban acompañados de chicha morada con limón, bien helada, que refrescaba el alma.

Después del almuerzo, caminamos por el lugar como dos niños en feria, comprando dulces y recuerdos para la familia… y para nosotros.

Adrien quedó fascinado con un mameluco con forma de llama. Se enamoró de él a primera vista y lo compró para el niño, aunque le quedaría cuando tuviera un año o más. Por mi parte, me encantaron los enterizos que simulaban los trajes de Gokú, Superman, Batman y otros superhéroes. Compré varios en talla de tres meses y estábamos pagando, cuando el conductor llamó, volvimos al bus.

—Te ves tan hermosa —exclamó Adrien, tomándome fotos desde distintos ángulos.

Me había comprado una bufanda de mezcla de alpaca bebé, a rayas coloridas, en juego con un gorro y un sombrero. Sus ojos brillaban con tanto amor que enternecían mi corazón. Me llenaban de un regocijo incomparable.

Agotada, afinqué mi rostro en su hombro. Él me tomó entre sus brazos, meciéndome como si el viaje fuese una canción de cuna.

En mis brazos, mi adorado pingüino. Lo abracé con tantas emociones fluyendo en mi pecho… me sentía tan amada y mimada.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.