Camelia.
—¡Oh, Camelia! ¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada? —exclamó mi madre, acariciando mi barriga con angustia—. No puedo creer que me lo hayas ocultado por tanto tiempo, cariño.
Hizo una pausa, rebobinando lo que le había dicho, y le tendió la mano a Adrien.
—Mucho gusto, mi nombre es Rosalía, la madre de Camelia.
—El gusto es mío, señora Rosalía —respondió Adrien con una sonrisa amable.
—Qué hombre tan educado —sonrió emocionada—. Llámame Rosa. Vamos adentro, el clima está muy frío para mi niña.
A todo pulmón gritó:
—¡Víctor, ven acá!
Mi padrastro salió aún en pijama, con una taza de café en la mano. Al vernos, entró a guardarla y apresuró el paso. Su mirada tenía ese brillo perspicaz y burlista que conocía bien. Aun así, se presentó cordial y nos felicitó por el bebé que venía en camino.
No hacía falta leer mentes para entender lo que pensaba, su mirada decía: “Tantos años de estudios para terminar como una jodida ama de casa.”
Palabras que repitió hasta el cansancio, advirtiéndonos a mi hermana y a mí, que tuviésemos cuidado de salir preñadas —o, en el caso de mi hermano gemelo, Enrique—, de preñar a alguna muchachita.
Pero no perdería mi tiempo explicándole que los estudios no se habían perdido. Que podía retomarlos en cualquier momento y tener un hijo no me hacía menos mujer. Podía volver, y ejercer con orgullo.
—Esta sí que es una sorpresa. Rosa me había dicho que estabas enferma, pero un embarazo no es una enfermedad, Camelia —pronunció mi padrastro, cargando dos maletas.
—No lo es —intervino Adrien, con tono firme—. Pero ella tiene un embarazo de alto riesgo, por un… desafortunado accidente, perdimos a uno de nuestros bebés. Por eso es muy importante que esté tranquila y descanse.
Hizo especial énfasis en esas palabras. ¿Se había molestado?
—¡Dios mío! ¿Qué te pasó? —preguntó mi madre, alarmada. Se detuvo en seco junto a Adrien, que llevaba tres maletas y una mochila.
—El anticonceptivo falló, madre. No sabía que estaba embarazada y tuve un fuerte impacto en un accidente automovilístico… terminé perdiendo a uno de mis bebés.
No me había dado cuenta de que lo había relatado con voz apagada, hasta que sentí la tristeza que se filtraba en cada palabra. Me topé con la mirada culpable de Adrien. Él aún sentía tanto dolor por lo ocurrido… y más le dolía que yo mintiera para encubrir a su familia.
Aun así, acaricié su mano con suavidad y le dediqué una dulce sonrisa. Porque a veces, el amor también es eso: sostenerse en medio del duelo, sin palabras, solo con gestos que dicen “aquí estoy”.
—Ya estoy bien… y el bebé en mi vientre es lo más importante. No nos perdamos en el pasado —dije con un suspiro que parecía arrastrar más peso del que mi voz podía sostener.
Adrien permaneció en silencio mientras entrábamos a la minúscula casa. El tema de mi hijo perdido me había dejado tocada, y casi no noté la realidad que me rodeaba. Era una casita bonita, sí, con un gran patio sembrado de vegetales y flores silvestres, pero solo tenía dos habitaciones y un baño. Estaba pegada a otra casa similar, y justo entonces vi salir a Enrique.
Mi corazón reconoció su silueta antes que mi mente procesara la escena.
Mi madre había comprado ambas casas con el dinero que le di. Lo entendí en segundos. Justo cuando iba a hablar, Enrique entró emocionado, sorprendido al verme al inicio, pero con una gran sonrisa y más feliz que nunca.
Era mi copia exacta, solo que con un rostro más cuadrado y cuerpo fornido. Casi me abraza, como siempre hacía, pero mi madre lo detuvo justo a tiempo.
Desde que tengo memoria, Enrique amaba levantarme en vilo, girar hasta que ambos terminábamos mareados y riendo en el suelo. El muy tontito casi cede a sus instintos, por suerte mi madre lo jaló y le explicó que tenía un embarazo delicado.
Aun así, él buscó una silla y se sentó junto a mí, jugueteando con mis rizos mientras yo rascaba su corta cabellera rojiza.
—Veo que hiciste una buena inversión comprando ambas casas, madre —pregunté, tanteando el terreno. Por dentro, mi corazón palpitaba como una bestia salvaje.
—Bueno, sí —respondió un poco avergonzada—. Por aquí en Huancayo todo era muy costoso, y como querías que tuviese muchas habitaciones, aproveché esta ganga. Estaban vendiendo estas dos casas a un precio muy económico. ¿Qué te parece?
—Así es, Camelia —interrumpió Enrique con una sonrisa ingenua—. Mi madre me alquila la casa de al lado. Así nos ayudamos todos un poco y puedo estar más cerca de ustedes.
—Lo lamento por ti, Enrique, pero tu hermana tendrá que mudarse contigo —dijo mi madre, y no pude evitar agriar el rostro. Al notar mi expresión, continuó—. No tú, cariño. Le pediré a tu hermano que lleve las cosas de Rosaura a la casa de al lado. Así ustedes toman esa habitación y se quedan allí. Porque piensan quedarse aquí, ¿verdad?
—Sí, madre. Por el trabajo de Adrien, tiene que viajar al exterior a cada rato, y como no le gusta dejarme sola, decidimos venir para acá —respondí, aún anonadada.
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Editado: 18.08.2025