Camelia.
Para cuando ambos terminamos de bañarnos —cada uno por su cuenta— mi madre ya había regresado. El agua hervía en la cocina, y ella cantaba con emoción mientras cortaba los vegetales. A un lado, como siempre, su acostumbrada cerveza de un litro. Tenía un dicho: “No se cocina ni se barre sin la botellita.”
Mi padrastro la acompañaba, ayudando entre risas y tragos. A ratos intentaban bailar, tropezando con los utensilios y el calor del fogón. No quise interrumpir el momento, así que me dirigí directamente a la habitación.
Adrien ya había cambiado las sábanas y daba vueltas sobre el colchón como un niño ansioso.
—¿Qué haces? —pregunté, aguantando una carcajada.
—Me asustaste, hermosa —respondió, ocultando la cara con vergüenza—. Estoy probando la cama. Es bastante incómoda, y como aún es temprano, podríamos ir al centro comercial a comprar una nueva. También necesito algunas cosas para trabajar remoto.
—Bien, vamos entonces. Pero… ¿y si quiero una TV? —le dije con una sonrisa pícara.
—Lo que desee mi reina, le daré —exclamó, dejando dulces besos por todo mi rostro.
Salimos a la sala. Mi madre, entre cantos y risas, anunció que el caldo tardaría al menos dos horas más. Nos despedimos de ellos y nos dirigimos a la entrada de la casa.
El patio delantero tenía unos cinco metros hasta la carretera. En el centro, un caminito de piedras conducía a la puerta. A ambos lados, los sembradíos se mecían con la brisa.
Agarrados de la mano, caminamos hasta el borde de la carretera. Pero para decepción de Adrien, solo pasaban trimotos. Su ansiedad era palpable, sus manos sudaban, y una vena en su frente palpitaba con intensidad. Cada vez que una de esas motos se detenía, él negaba con la cabeza y les indicaba que siguieran su camino.
Parecía que el aire mismo se tensaba con él, como si el mundo no estuviera a la altura de su deseo de protegernos.
—No va a pasarme nada por ir en una moto de esas. Las he usado desde bebé y aquí estoy, más sana que una manzana —dije entre carcajadas.
—En ese momento no tenías un embarazo de alto riesgo, cariño. Estos saltos van a terminar de sacarte a nuestro hijo —respondió con un suspiro, la preocupación dibujada en su rostro.
—Mi madre tuvo un embarazo muy complicado, Adrien. Gemelos, con ayuda de una partera en casa, y trabajó hasta casi el último día antes del parto —hablé con obstinación, como si la historia familiar fuera un escudo.
Sin esperar respuesta, detuve una moto y me subí con decisión. Adrien corrió detrás de mí, enojado, pero se limitó a ayudarme a acomodarme en la bendita trimoto, con los dientes apretados. Rezongaba cada vez que el terreno nos hacía brincar, su rostro se mantuvo todo el viaje rojo por la preocupación, mientras yo, a su lado, no podía parar de reírme de su sobreprotección.
El viaje fue breve pero sacudido, como si el camino quisiera recordarnos que la vida no siempre es suave. Pero llegamos.
El aire tenía ese frescor de altura, con el murmullo lejano de las montañas y el bullicio alegre de las plazas. El cielo, despejado y azul profundo, parecía bendecirnos con su inmensidad.
Cuando la moto nos dejó frente al centro comercial del Real Plaza en Huancayo, ambos suspiramos aliviados. Yo corrí directo a un puesto de churros con crema de leche y chocolate caliente. Adrien me compró un combo para mí y otro para él, pero luego me pidió que lo disculpase un momento y se marchó con rapidez.
Con curiosidad, le seguí con la mirada. Se acercó a un señor que estaba de pie junto a la acera, le pasó dinero y recibió a cambio un papel que no pude distinguir bien. Pensé en acercarme, pero justo entonces me llamaron: mi pedido estaba listo.
Agradecí y tomé ambas bolsas de churros, sin saber qué hacer con los dos vasos de chocolate que me tendió la señora. Le pedí que esperase un momento, y al girarme… Casi se me escapa el alma de mi cuerpecito.
Adrien estaba justo frente a mí, con el ceño fruncido y los ojos llenos de preocupación. El pequeño gritito que solté al retroceder lo dejó aún más angustiado.
—¿Qué pasó? —preguntó, tocándome el brazo con suavidad—. ¿Estás bien?
Al regresar, me envolvió de lleno su exquisita fragancia, y lo miré atontada, agradecida de tenerlo junto a mí, así, en mi lugar favorito sobre la tierra: mi hermosa ciudad en el corazón de Huancayo.
—No… me asustaste —respondí con un puchero, sintiendo cómo el corazón aún tamborileaba en mi pecho.
Se disculpó y besó mi frente. Qué amoroso era mi querido esposo. Bastaron esos micro minutos de ausencia para que extrañara su aroma, ese perfume que parecía tejido con notas de madera cálida y cítricos suaves, como si el bosque y el sol se abrazaran en su piel.
Caminamos por el centro comercial, entre vitrinas que brillaban como espejos de promesas. Comíamos nuestro postre, los churros aún tibios, con la crema de leche derritiéndose entre nuestros dedos y el chocolate caliente dejando rastros dulces en nuestros labios. Cada bocado era una caricia, un recuerdo de infancia y celebración.
Nos detuvimos frente a un negocio de muebles. Al entrar, el aroma a madera nueva y barniz nos recibió como una sinfonía de hogar. Lo difícil fue elegir qué cama comprar. Para mí, todas parecían demasiado grandes para nuestra habitación, como si quisieran ocupar más espacio del que les correspondía. Pero Adrien, con esa emoción que le brotaba como niño en juguetería, dijo que tenía buen ojo para esas cosas.
#31 en Joven Adulto
#1480 en Novela romántica
propuestas y repercusiones, vacaciones amor y ceviche, letras al sol
Editado: 18.08.2025