Están dentro de la pequeña oficina del doctor, sentados en duros sofás de cuero encerados que chirrían cada vez que se mueven.
El hombre calvo hace tantas cosas raras que está aturdido. De no ser por el tacto cálido del pecho de su madre contra la mejilla, ya hubiera gritado. Le escucha decir tecnicismos desconocidos mientras mamá acaricia su cabello.
Puede sentir algo extrayendo muestras, moviéndose dentro de su cuerpo como una pequeña pala de minería.
—Probablemente tendremos esto en cinco días, pero para adelantar el proceso debería identificar al agresor. El listado de delincuentes sueltos aumenta cada día, es una pena —murmura el hombre, chasqueando la lengua.
Su madre se aclara la garganta, sin saber qué decir. Está muy ocupada inspeccionando a su hijo con esos ojos grises bordeados de arrugas, como si temiera que pudiese marcharse de un momento a otro. No ha dejado de mirarlo de esa misma forma, deseando retroceder en el tiempo para obligarlo a permanecer en su habitación la noche anterior, antes que todo esto ocurriera.
Después de un corto silencio incómodo, el médico continúa, deshaciéndose de los guantes de látex y dándole algunas órdenes imperativas con una sonrisa que demuestra confianza (Y aunque luzca así, él no puede dejar de categorizarla como una amenaza).
—Ha dicho que no quiere hablar, no se preocupen, es parte del post trauma; pero sí necesitan denunciar lo más pronto posible. ¿Entiendes, pequeño?
El muchacho le mira cuando nota que mamá no ha respondido. Suelta un suspiro para demostrar su agotamiento, deteniendo su caminata hacia la enorme puerta de roble maqueada que le separa del inseguro exterior. La mujer responde por él, diciendo con voz segura y una mirada fija en los ojos de Ashton:
—Lo haremos lo más pronto posible.
El profesionista asiente con una pequeña sonrisa fingida y extrae un bolígrafo plateado de su bata blanca para hacer una receta de medicamentos que incluyen excesivas letras A.
Cuando abandonan el sitio, subiendo a la enorme camioneta que su progenitora conduce, la mujer le ayuda a abrocharse el cinturón de seguridad porque sus dedos no paran de temblar. Deja un beso en su frente. Le explica que papá está trabajando (como siempre) y no podrá verlo pronto.
—Dijo que llamaría en unos días, amor. No debes preocuparte por eso ahora… No debes preocuparte por nada. Vamos a casa.
La mujer le sonríe amablemente en todo el camino, intentando sobrellevar la situación con un intento de amnesia, pero él no se lo permite. Lo único que desea es aislarse del mundo hasta sentirse mejor.
No se demora demasiado en subir a su habitación una vez que han llegado. Se asegura de trabar la puerta y cerrar las ventanas. Después se deja caer al suelo y comienza a llorar, callando sus pensamientos y concentrándose en la oscuridad.
Algunos minutos después, la puerta de su enorme armario se abre, haciendo un chirrido que retumba contra las cuatro paredes del espacioso lugar. Por algunos segundos da la sensación de ser lo único presente allí. Eso hasta que escucha unas pisadas sobre el piso de madera, una tras otra, acercándose, luego están a su lado. Y esa conocida voz cerca de su oído, pregunta:
—¿Todo bien?
Aparta el rostro de sus rodillas y mira a la derecha, concentrándose en la fresca y sonriente cara del chico de cabello castaño. Se ve tan empático que siente envidia porque todo lo que él quiere hacer es seguir llorando.
Cameron sonríe visiblemente, como si estuviera burlándose de él; pero sus ojos son tan simpáticos que no puede ofenderse. Opta por regresar a su posición original, recargando la frente en sus brazos mientras estos están sobre sus rodillas flexionadas.
El chico se sienta a su lado, su espalda contra la cama. Aunque no puede verlo, sabe que continúa haciendo lo mismo: sonríe. Se estremece cuando siente su frío tacto en una de sus manos y aún más cuando la acerca a su rostro, besándole los nudillos con delicadeza.
—No puedes decírselo a nadie, ¿recuerdas? Es nuestro pequeño secreto —susurra.