La noche volvía con su máximo esplendor envolviendo toda la aldea aquella primavera aunque el viento se iba tornándose frío y tempestuoso, en especial en las montañas que enmarcaban aquel magnífico lugar a esas horas.
Desde el interior de su alcoba podía contemplar durante las horas diurnas aquel panorámico lugar y su esplendoroso decorado natural. A lo lejos podía observar las ruinas de un antigüo castillo cuyo esquelético monumento era lo único que se conservaba de su ya olvidado esplendor.
Los cuervos eran sus habitantes ahora y les gustaba anidar allí auyentando a todo aquel que se asome con sus estridentes graznidos.
La jóven siempre soño con esas ruinas, en sus más oscuros sueños solía ver a un elegante caballero vagar por los desolados lugares con su siniestra figura vestido de negro, nunca consiguió ver su rostro ya que solía llevar una máscara en forma de pico de cuervo tan blanca como la luna, totalmente opuesta a sus ropas tan negras como la oscuridad.
Solía despertar agitada y algo asustada de aquel sueño empapada en sudor; su corazón latiendo como un tambor y temblando como una hoja.
Tardaba en recuperar la calma ¿Qué ocurría con ella? ¿Por qué tenía esos extraños sueños y por qué la atormentaban tanto si solo se trataba de un hombre caminando en las ruinas del castillo? No había respuestas para sus interrogantes, nunca había respuestas.
Esa noche Diana no deseaba dormir, no quería volver a ver al extraño hombre deambular por las ruinas como si de un alma en pena se tratara. Por alguna misteriosa razón la ponía muy nerviosa aquella aparición.
La luna plateada brillaban en el firmamento y las estrellas acompañaban al astro con sus alegres resplandores.
Su padre, el noble y dueño del castillo en el que habitaba ella, había salido a la aldea por asuntos de negocios encontrándose ella sola allí si no contaba a los criados por supuesto.
Sus negros cabellos tan largos que pasaban su esbelta cintura brillaban y contrastaban con su blanca y lozana piel resaltando así su celeste mirada y sus rojos labios. Diana era una jóven hermosa, dicha belleza la había heredado de su difunta madre que murió tras dar a luz a su hija única. Su padre se había dedicado a ella sin volver a casarse ni a mirar a ninguna mujer. Por eso ella no deseaba preocuparlo con esos extraños sueños que la atormentaban noche tras noche.
Avanzado el anochecer y junto a este su cansancio, Diana no pudo seguir despierta y contra su voluntad se durmió cayendo en los brazos de Morfeo, el dios del sueño.
Adormeciendo se Diana contemplaba la luna desde su cama por la ventana, antes de quedar profundamente dormida formuló dos deseos : poder saber quién era ese hombre y por qué se le presentaba precisamente a ella.