Caminarás con el sol, Mi fortuna

Mi fortuna 1

En la primavera de 1512, casi un año después de llegar a estas tierras, tomé parte en mi primera ceremonia como hombre libre.

  Los campos estaban preparados y limpios, pero la temporada de lluvias venía perezosa y los campesinos empezaron a impacientarse. Prendimos en las milpas grandes fuegos alimentados con hule para que su denso humo negro sirviera de reclamo a nubes preñadas de agua, y fumamos grandes y aromáticos tabacos para atraer a Chac. Todo el mundo conoce la afición al tabaco del dios de la lluvia; basta mirar al cielo durante la noche para sorprender de vez en cuando el fulgor de una de sus colillas arrojadas de un papirotazo.

  Al persistir la sequía, recurrieron al rezador, como hacían los campesinos en Castilla con los curas. El ah men, como aquí se le llama, un sacerdote menor, nos mandó levantar un altar a las afueras de la ciudad, una estructura sencilla con cuatro postes de horquilla y una superficie de hojas. En cuanto estuvo hecho, tuvimos que ir en busca de agua zuhuy, es decir, no contaminada, agua que nunca hubiera tenido contacto con mujer. El agua virgen se sacaba de un cenote lejano, un pozo cuyo único acceso era un largo y resbaladizo túnel no más alto que mi cintura. Regresamos de noche cerrada, cada uno con una calabaza llena del preciado líquido, y siguiendo las indicaciones del ah men las colgamos en el altar antes de echarnos a dormir allí mismo. Todos los varones pasamos el día siguiente reunidos, guardando ayuno y abstinencia.

  Amaneció el tercer día con el sol todavía calentando 

 con fuerza, pero el cielo había cambiado de color y olía a humedad.

  El rezador dispuso sobre el altar varios platos de maíz cocinado de distintas maneras, y ató a cada poste a un niño para que croaran como ranas mientras él reclamaba el auxilio de los dioses. A su lado, cincuenta aves de corral entre faisanes, tórtolas y palomas, rebullían en una jaula de bambú. Después de cada plegaria, el ah men sujetaba a una de ellas por el cuello, le pegaba el pico al pecho y le seccionaba la parte alta del cráneo. Los pájaros se derramaban como una botella tumbada en el suelo. Pequeñas y afiladas hojas de pedernal empezaron a pasar de mano en mano para que sumáramos nuestra sangre a la de los animalillos. Al poco tiempo todos teníamos las orejas harpadas y los cuellos rojos.

 Cuando la última gota de sangre del último pájaro tocó la tierra, el ah men desató a los niños, cargó de copal los ya mortecinos incensarios y regó de balché el altar.

  Aquélla era la señal para que las mujeres se acercaran con la comida. El rezador consagró los alimentos y los colocó en torno al altar para que los dioses se sirvieran. Nosotros nos alejamos en silencio un rato antes de volver eufóricos a engullir todo lo que pudiéramos. Las calabazas de balché corrieron de mano en mano. Por primera vez probé el licor sagrado. Su sabor era suave y dulce, como correspondía a un licor hecho con miel fermentada con la corteza del árbol balché, pero no me dejé llevar. Tenía frescos los excesos de algunos indios beodos en fiestas anteriores.

  Bebidos unos tragos, un retortijón suave me obligó a perderme un rato en el bosque, y no fue la última vez de la noche. Entonces descubrí que el balché soltaba más cosas 

 que la lengua.

  De madrugada, un trueno nos despertó. Nos asomamos a la entrada de la casa para ver el inicio de una tromba de agua que se prolongó durante gran parte de la noche y el día siguiente. A partir de entonces, los chacs recuperaron su ritmo diario de lluvia y sol.

  Resguardados bajo los aleros de palma, pasamos casi dos días desgranando maíz, y luego otros dos con las semillas puestas a remojo en grandes tinas de madera. Desde ese momento, toda la tribu se centró en la siembra de las milpas. Nos colocábamos en línea pertrechados con un cayado de madera dura, largo y acabado en punta, y un par de taleguillas ceñidas al cuello, una con las semillas de maíz y la otra con semillas de frijol y calabaza. A cada paso, golpeábamos con el palo la tierra reblandecida por la lluvia y echábamos en cada agujero cinco o seis granos de maíz y un par de los otros. Luego lo pisábamos para que los pájaros no se llevaran la simiente.

  Tan pronto acabábamos de sembrar una milpa, colocábamos palos al azar y tendíamos cuerdas de uno a otro con huesecillos y conchas marinas para mantener alejados a los pájaros de los brotes tiernos. Tampoco olvidábamos dejar a los chacs ofrendas de comida y balché para que no descuidaran la lluvia. La gente aquí reza para pedir, sin rubor ni remordimiento, no para dar gracias, ni por bondad, sólo para pedir. En los templos itzaes no se ven reproducciones en cera de orejas, brazos y piernas o cualquier otro tipo de exvoto como en los españoles, ni cadenas de cautivos liberados, ni trenzas de jóvenes doncellas, pero tampoco se maldice a los dioses si no conceden lo que se les pide. Todo parece más sencillo, claro y directo.

  

  Sacrificios, incensarios, oraciones y las propias leyes de la naturaleza hicieron que las lluvias se sucedieran a un ritmo constante, lo que facilitó el trabajo de siembra. Chac estaba satisfecho de sus fieles.

  A menudo veía a mis antiguos compañeros esclavos, incluso compartía con ellos el trabajo, pero una brecha insalvable se había abierto entre nosotros. Hasta aquellos a quienes debía mi comprensión de este mundo evitaban cualquier contacto. Nunca, salvo que yo les interpelara directamente, volvieron a dirigirme la palabra.

  Pero mis obligaciones no acababan en los campos. Cada día, al atardecer, venía Tekun a la casa común de los holcanes para ver nuestros progresos.

  Lo primero que hice fue conocer sus armas y familiarizarme con su manejo. Los arcos no tenían mucha potencia, eran más bien rectos y cortos, y las cuerdas estaban hechas de un tejido parecido al cáñamo. El vástago de las flechas era de caña, y para reforzarlas encajaban en un extremo un trozo de palo fuerte donde insertaban una punta de pedernal, obsidiana o espinas de pastinaca. Usaban también como arma hachuelas de metal blando sujetas a un vástago de madera, mazas de madera de una pieza y lanzas con punta de pedernal. Como protección, contaban con escudos cuadrados hechos con cañas trenzadas y cuero de venado. En realidad, nada muy diferente de lo que ya conocía de otras islas, salvo que aquí no usaban veneno en las flechas. Lo único que eché en falta en el arsenal de los itzaes fueron las extrañas macanas que había visto usar a los tutul xiúes, esa especie de espadas rectangulares de madera con el canto ranurado y rematado con cuchillas de obsidiana o de pedernal.



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En el texto hay: islas, caminaras con el sol

Editado: 26.04.2023

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