Acepté encantado. Después de las tertulias con su padre me había acostumbrado a ese rito tan agradable. El humo picante y aromático del tabaco hurgando en todos los recovecos de mi boca me procuraba intensos momentos de placer.
Junto a la esterilla del dormitorio principal, alguien había dejado amontonadas sus pertenencias. Por un lado la ropa, por otro las armas y los objetos personales, entre los que estaba la caja de tubos de tabaco. La noche transcurría tranquila, templada y estrellada. Nos sentamos a oscuras en el primer escalón de la grada y encendimos los tabacos. Tenía un sabor algo más dulce que los de su padre, yo diría que llevaban miel en la vaina exterior, pero estaban bien acabados y tiraban de maravilla.
—¿Te gusta la casa?
—Sí, claro. No sabía que pensaras mudarte.
—Vivirás aquí conmigo y con Kixan.
—¿Y tu mujer?
—Durante los próximos tres años no podré tener trato con ninguna mujer, ni con la mía siquiera.
Lo miré sorprendido, los ojos muy abiertos. Tekun añadió:
—Ni comer carne, ni beber balché. Pero puedo elegir a mis compañeros de encierro. Y está decidido. Quiero que entrenes a un escuadrón completo en tu forma de luchar.
—Un escuadrón es…
—Cuatrocientos holcanes.
Asentí en silencio. Lamí la punta de mi tabaco y aspiré suavemente. El humo se expandió por mi boca y escapó lentamente por la nariz. Tekun me observaba.
—¿Crees que puede ser tu pueblo eso que tanto teme Moctecuhzoma?
—¿Cómo voy a saberlo? —respondí alzando los hombros.
—Háblame de vuestro ejército.
—Nuestro ejército… —carraspeé incómodo—. Los hombres llevan corazas de metal que vuestras flechas no pueden atravesar, y empuñan espadas y lanzas de hierro, armas para las que vuestras defensas son tan inútiles como el papel. Y algunos llevan un arma llamada arcabuz, que arroja fuego y metal y que puede matar a un guerrero a cincuenta pasos, y otros van montados en caballos, un animal…
—Como un venado sin cuernos…
—Como un venado sin cuernos, sí, y hombre y jinete hacen temblar la tierra, y su empuje es casi imposible de resistir.
Kixan y Tekun me miraron con expresión incrédula.
—Con esas armas, no tendréis muchos enemigos —dijo Kixan.
En un instante recapitulé sobre los enemigos que yo había conocido o contra los que había luchado: por supuesto Francia, los granadinos de las Alpujarras, el Imperio otomano, facciones de Milán, Toscana y Nápoles, Navarra, el Papa, y quién sabe si en el futuro Portugal, Inglaterra o el mismo emperador de Alemania, pero me pareció imposible explicar quién era cada cual y cuánto pesaba en su propio mundo.
—Al contrario —dije para simplificar—, nuestros vecinos nos odian. Y todos ellos tienen armas similares. En mi mundo mueren muchos hombres en las batallas.
—Nosotros también tenemos enemigos —replicó Tekun—. La guerra con los tutul xiúes ya ha durado demasiado, pero nunca podremos relajarnos. La relación con los
cocomes del interior, los cheles del norte y los couohes de occidente no siempre ha sido tan cordial.
—¿Couohes? —pregunté extrañado. Era la primera vez que oía hablar de esa tribu.
—Su territorio se extiende por el otro extremo de las tierras mayas, casi hasta Tabasco, que es donde está la ciudad de Xicalango.
—¿Tratáis con ellos?
—No directamente, pero mantenemos contactos a través de los itzaes de Chetumal y de las montañas del Peten.
Tekun exhaló una bocanada densa. El humo veló su cara un instante y se entretuvo entre las cejas y la frente en su ascenso al oscuro cielo.
—Y los mexicas —dijo con desprecio—. Ellos son mi mayor preocupación.
—Tu padre no pensaba que…
—Luché contra ellos una vez, hace tiempo, cuando vivía en Chetumal con mis suegros. Nachankán, su halach uinic, acudió con un escuadrón de guerreros a ayudar a sus hermanos de la montaña que estaban sufriendo incursiones desde las posesiones mexicas de Soconusco.
—¿Eso queda lejos?
—A muchos días. Pero los mexicas están en continuo movimiento, son una amenaza constante. Estamos en su frontera, y sé que antes o después atacarán. La única duda es cuándo.
Tekun se levantó con agilidad, fue un momento dentro de la casa y volvió con un atado de cuatro lujosas mantas labradas y un paquete envuelto en papel de corteza.
Para retomar la conversación iba a sumar a los españoles a su lista de amenazas, pero me callé. Sentía que
algo difícil de definir empezaba a unirme a mi antiguo amo, el germen de una amistad, quizás, y no quería echarlo a perder inculcándole el temor a una vaga amenaza relacionada con mi pasado.
—Tengo dos regalos para ti —dijo él aprovechando mi silencio.
Me tendió el paquete de papel y lo desenvolví rápidamente. Eran unas orejeras. El cilindro tendría un dedo de ancho, y mientras el labio de uno de los extremos se abría ligeramente para servir de tope, el de la cara exterior tomaba la forma de una tortuga. No está bien emocionarse si un hombre te regala joyas, pero me conmoví al relacionar aquella tortuga con la que nos salvó la vida recién llegados a la playa, y me pareció que todo tenía sentido.
—Gracias. Gracias.
—Además, he preguntado al ah kim qué hots te corresponde.
—¿Hots?
Tekun se señaló los tatuajes de la cara, las rayas onduladas que partían de las comisuras a cada lado de la boca como seis rayos, y luego a Kixan.
—Los hombres y los dioses nos reconocen por nuestras marcas. Un guerrero que lleva la mandíbula de un enemigo en el brazo, debe llevar en el rostro la señal de su valor.
Recordé con un poco de aprensión la mandíbula del guerrero que el propio Tekun había entregado a unas mujeres para que la descarnaran y la cosieran a una hombrera de cuero. No era ése un adorno que me apeteciera lucir. Mi antiguo amo notó mis dudas, y añadió: