Caminarás con el sol, Mi fortuna

Mi fortuna 3

 Lamenté que hubiera terminado. Aún no se había puesto en pie, y ya echaba de menos el tacto de sus dedos.

  Los días siguientes pude observar que la vida en Chetumal no era muy diferente de la de Xamanzama. Los hombres se encargaban de las milpas, la caza y el comercio, y las mujeres, de las huertas y de los corrales. Aquellos días poco tenía yo que hacer salvo deambular de un lado para otro, así que me pegué a Aixchel como una rémora.

  —¿Es soltera? —pregunté a Tekun, su cuñado, en un alarde de confianza.

  —Entre nosotros los padres buscan pareja nada más nacer un hijo, y si es posible del mismo pueblo.

  —Ya. Entonces está casada.

  —Es viuda. Su marido murió de unas fiebres. Por eso se hizo hechicera.

  —¿Y no tiene pretendientes?

  —No puede unirse a otro hombre hasta pasado un año de la muerte de su esposo. Hasta entonces, está prohibido.

  Además de guajolotes, palomas y tórtolas. Aixchel mantenía encerrado en un corral a una cría de un animal que yo no había visto nunca: una danta. La danta es una bestia entre vaca y cerdo que vive en la selva y que tiene un morro largo acabado en punta que usa como una mano. Es un animal difícil de domesticar; no se le puede dejar suelto, por lo que cebarlo requiere un esfuerzo enorme y la colaboración de varias mujeres. Pero a ella aún le sobraba tiempo para dedicarlo a la apicultura.

  La primera vez que la vi capturar un enjambre, casi me desmayo. Yo había oído que un enjambre de abejas podía matar a un caballo, y había visto los enormes habones que les salían a los campesinos por trastear en los panales de la sierra de Huelva, así que ¿cómo iba a sospechar que la naturaleza de estas tierras, despiadada con muchas de sus criaturas, había hecho indefensas y mansas a sus abejas? Me dio pavor ver a aquellas muchachas expuestas a semejante peligro, pero ellas parecían tranquilas y cantaban inmóviles y sin protección alguna entre una ensordecedora tormenta de abejas. El influjo de su voz, tal vez, logró que los insectos empezaran a posarse en la rama baja de un arbusto cercano. Aixchel esperó a que el enjambre tuviera el tamaño de la cabeza de un niño antes de meter en él la mano con un vaso. Tres veces arrojó el contenido del vaso en el interior de un tronco ahuecado antes de acertar con la reina. En cuanto ella entró en el panal, el resto la siguió mansamente.

  Me aficioné a seguir a Aixchel por el bosque y a observarla trabajando en los panales. Los colmenares de este pueblo son impresionantes, algunos cuentan con más de un millar de colmenas talladas en troncos de árboles ahuecados, con sus cebaderos y sus entradas. Suelen estar colocadas en el suelo, con una piedra tapando los extremos y con las grietas selladas con barro, de modo que hay colmenares que parecen un extraño paisaje de tocones, como un bosque con los árboles talados a dos codos del suelo. La mayoría de las colmenas llevan sólo visible en el exterior la marca del dueño, como un sello, pero las hay que son auténticas obras de arte, con toda la superficie labrada con motivos vegetales.

 Toqué alguno, y las paredes eran tan finas que casi temí quebrarlas al darle con los nudillos.

  Por la tarde seguía a las mujeres de vuelta a casa con las jarras llenas de miel, y más de una vez me quedaba con ellas mientras la hervían para que ganara en densidad. Era un paso necesario antes de almacenarla y venderla en el mercado. Si el que la compraba quería hacer licor, tendría que deshacer el camino andado y echarle agua antes de ponerla a fermentar con la corteza del balché.

  Aunque no me gusta mucho el dulce, más de una vez hundí el dedo en ese oro líquido para volver por un instante a mi casa y a mi infancia. Pese a tener un regusto diferente, si cerraba los ojos podía verme de puntillas frente a la jícara de barro donde guardaba mi madre la miel. Solía ponerla en alto, sobre la viga que enmarcaba la enorme chimenea del hogar, para que no la alcanzáramos ni los niños ni los animales que siempre pululaban por el suelo de la cocina, pero era inútil. Los hermanos nos jugábamos la crisma amontonando banquetas hasta que uno de nosotros, normalmente yo que era el más pequeño, alcanzaba a meter la cuchara.

  Tekun me acompañaba en algún paseo con la excusa de la caza, aunque creo que se divertía observándome. Sin embargo, hasta un par de días antes de volver, no dejó traslucir ningún pensamiento. El día que eligió para hablar conmigo lucía alto el sol y las mujeres se habían quedado trabajando en las huertas. Como otras veces, le seguí sin preguntar. Él me guió por una vereda semioculta hasta una curiosa plantación, y una vez allí se acuclilló junto a uno de los árboles altos que plantan al lado de los frutales para protegerlos y darles sombra. Yo le imité. No me había dicho dónde íbamos, y me sorprendieron aquellos arbustos con extraños frutos como melones brotándoles del mismo tronco. Me recordaron a los árboles del Paraíso de los que había oído hablar en los mesones del puerto: unas higueras sin hojas y cuyos higos nacen pegados al tronco, los llamados «higos del faraón». Tekun arrancó uno, lo partió y me pasó un trozo. Mordí la pulpa rosada, viscosa y dulce. Era muy sabrosa. Al escupir las semillas, reconocí las almendras de cacao que yo conocía, y las recogí respetuosamente. Si alguien me hubiera dicho que de mi boca podía salir una fortuna… Tomé otro trozo. Ni el sabor ni el aspecto de la pulpa recordaban lo más mínimo al delicioso brebaje que se obtenía tostando y moliendo las semillas.

  —He observado cómo miras a Aixchel —me dijo de pronto.

  —¿Tanto se nota? —pregunté con precaución.

  —Tanto, que es difícil llevar a cabo ninguna negociación ventajosa. El atanzahab anda un poco molesto contigo.

  —¿El atanzahab? —pregunté sorprendido. Era la primera vez que oía esa palabra.

  —Ya te dije que un hombre de tu condición necesitaba casarse.



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En el texto hay: islas, caminaras con el sol

Editado: 26.04.2023

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