Camino a la locura - Segunda noche

En la fogata (08)

-Muy buena historia hija, interesante la verdad. Las tribus siempre han adorado a dioses y tienen sus propias creencias… -mi madre hizo una pausa mirando en dirección a donde habíamos ido anteriormente con mi padre -, creo que papá se ha demorado demasiado, será mejor que salga a buscarlo.

Yo seguía aturdido con mi mirada fija en las llamas de la fogata, sin decir palabra alguna.

Mi hermana se ofreció a acompañar a mi madre a buscarlo.

-Creo… creo que no lo encontrarán. -mi voz estaba cargada de pena y culpa.

Todos me miraron, yo permanecí allí, escuchando la horrorosa voz en mi cabeza mientras me incitaba a decirles y luego a matarlos.

-¿Pasa algo, hijo? ¿Tu papá está bien?

Me levanté, y por vez primera le di una oportunidad de manifestarse al demonio que habitaba en mí. Mi mirada había cambiado, como si otra persona ocupara mi cuerpo, y los miré uno a uno, directo a los ojos.

Debieron haberlo notado, porque se distanciaron y se agruparon, quedando mi madre delante de mis hermanos.

Posiblemente el brillo en ellos, la forma en que los observaban o simplemente lo que eran capaces de transmitir.

Debajo de mi chaqueta saqué un machete de grandes dimensiones, aún bañado con la oscura sangre de un ser infiernal.

-Corran… -les murmuró mi madre a mis hermanos, mientras ella daba un paso adelante, aunque su rostro reflejara miedo e inseguridad.

-Pero mamá, vamos, es peligroso… -la voz de mi hermano era un sollozo.

-¡Sólo háganlo! -ordenó la mujer con tono autoritario.

Ellos la obedecieron, y con la linterna alumbrando hacia adelante, corrieron de la mano a través del espeso bosque.

Quedamos allí, los dos solos. Aunque en realidad éramos tres, ya que mi consciencia se encontraba dormida, relegada a un rincón de mi mente, pues el demonio me controlaba en ese momento y el destino de mi madre era incierto.

-Hijo -las lágrimas ya brotaban de los ojos de la asustada mujer -, sabes que te amamos, nosotros te dimos amor y calor cuando más lo necesitabas.

Las palabras llegaban a mis oídos, pero no causaban efecto en los sentimientos que me embriagaban en ese instante.

Di un paso adelante, sin dejar de mirar directo a los ojos a la mujer que tantas veces me cuidó durante las noches, la que me alimentó en momento de hambruna y la que me abrazó en instantes de soledad.

-Por favor, hijo, no es la solución, tú no eres así.

Otro paso.

-Tu padre me contó anoche lo que le hablaste. ¿Es eso?... -las súplicas seguían saliendo desde su boca, tan aterradas y desilusionadas por lo que había criado–¿Es esa voz que oyes en tu cabeza la que te obliga a cometer estas locuras?

Un paso más.

Ya sólo estábamos a un par de metros, y la luz de la hoguera iluminaba nuestros rostros, dejando ver la pena y la angustia en uno y la indiferencia en el otro.

De pronto mi boca se ensanchó, dejando ver una gran sonrisa. Comencé a reír, como si me hubieran contado el chiste más gracioso. Reía, y la mujer frente a mí lloraba.

Otro paso.

Pero esto no fue como las películas o los cuentos. No habría un acto heroico al final. No habría una salvación. Ni tampoco aparecería mi padre con un revolver en la mano cobrando venganza. No habría un último giro en la trama.

El último paso.

No recuerdo grandes detalles, pero el machete se clavó justo en el centro del pecho de mi madre, que me miraba asombrada. Sus ojos estaban abiertos de una forma anormal, y la sangre comenzó a brotar de forma lenta pero constante. Finalmente sentí, de alguna manera que jamás entenderé, cómo su corazón se detenía ante la herida causada por el arma.

Y seguí riendo.

Pero el espectáculo debía continuar, decía la voz en mi cabeza, por lo que con la linterna en una mano y el machete en la otra, partí en busca de mis hermanos.

 

En algún lugar del bosque, quizás tan profundo y desconocido como el instinto humano, corrían sin parar ambos hermanos, arrancando de un ser despiadado que había nacido de la oscuridad y que se había apoderado de uno de los integrantes de la familia.

Y ellos lo sabían, porque su padre le contó a su madre la noche anterior, y su madre les contó a ellos hace algunos minutos, cuando los hombres habían salido a incursionar.

Pero no fue la confesión y las historias del joven lo que provocaron las sospechas, sino que todos habían notados cambios, quizás ligeros y paulatinos, pero cambios al fin y al cabo. Conductas agresivas, amigos imaginarios, arrebatos, y diversas situaciones que se manifestaron desde que era pequeño, cuando lo encontraron tendido en el lodo.

No era un niño normal, a pesar de que todos querían creerlo.

Y finalmente, esa noche, había nacido lo que tanto tiempo se incubó en su cabeza.

Había caminado durante tanto tiempo en el limbo, coqueteando con aquello que lo atormentaba por dentro, pero el camino a la locura te lleva precisamente a eso, a volverte completamente irracional e impredecible.




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