Todo lo que traía en las manos se me cayó al suelo de la impresión, haciendo un ruido estruendoso. A raíz de esto, Marlee y Carter dejaron de discutir y repararon por primera vez en mí. Ambos palidecieron al verme.
Yo, por mi parte, estaba temblando.
—¿Qué es lo que habéis dicho? —exigí saber.
—Madison, ¿qué… qué tal estás? —preguntó Carter, aparentemente nervioso.
—¿Qué es lo que habéis dicho? —volví a preguntar, esta vez con brusquedad.
—Lo que mi marido quiere decir…
—¡Quiero que me contéis la verdad! —la corté, casi gritando.
Marlee y Carter se habían ido acercando a mí lentamente. Ahora se encontraban enfrente de mí, pálidos y nerviosos. Marlee respiró profundamente y dijo con apenas voz audible:
—Madison, nosotros somos tus padres.
Palidecí. No había sido mi imaginación.
—Madison… —empezó a decir Carter, pero yo le corté.
—¡Dejadme en paz! —grité. No me había dado cuenta de que estaba apoyada en la puerta de mi habitación hasta que giré el pomo de la esta. Entré y cerré la puerta estruendosamente.
. . .
No podía ser cierto. Marlee y Carter… mis padres. ¡Era una locura!
Yo no tenía padres; había sido abandonada al nacer. Ellos no tenían derecho a aparecer en mi vida así como así. ¡Que no me hubieran abandonado entonces!
Era un batiburrillo de emociones. Por un lado estaba la tristeza (y con ella venía el llanto). No paraba de llorar mientras pensaba en lo que me habían dicho. No podía aceptarlo. ¿Ellos… mis padres biológicos?
Después la rabia me envolvía. Sentía cómo crecía desde mi pecho y salía con cada alarido. Estaba tan dolida que había tratado como a una basura a mis doncellas. Prácticamente las había echado de la habitación a patadas. No me había importado nada.
Ahora me encontraba sentada en la cama con las piernas encogidas pegadas al pecho mientras lloraba sonoramente. De vez en cuando golpeaba a uno de los innumerables cojines que tenía la cama.
En las ocasiones en las que el llanto cesaba, miles de preguntas acudían a mi mente; preguntas imposibles de responder. Estas provocaban que volviera a romper a llorar con fuerza y que desencadenaban que una ola de dolor me inundara por completo.
No tenía ganas de hacer nada. Y menos dormir. Me pasé toda la noche dando vueltas llorando, medio gritando y golpeando cosas hasta casi entrado el día.
Y así fue cómo me encontraron mis doncellas cuando entraron en el dormitorio, llorando acurrucada.
—Señorita, ¿se encuentra bien? —se preocupó Danna cuando apartó las cortinas, cegándome al instante.
Asentí con la cabeza con pesadez, sabiendo que mi voz saldría ronca y rota por el llanto. Muy a mi pesar, me levanté de la cama y dejé que me mimaran en silencio. Estaba completamente segura de que mis doncellas sabían que no me encontraba con ganas de hacer algo.
Mis doncellas me arreglaron para pasar otro día en palacio. Me vistieron con un hermoso vestido gris liso de manga larga, unas medias negras y unas botas grises. Me recogieron el cabello en un moño trenzado dejando un par de mechones sueltos. Al ir a ponerme maquillajes, les pedí (mejor dicho, les rogué) que no me maquillaran. Sabía a ciencia cierta que hoy me pondría a llorar por cualquier cosa. No obstante, me pusieron un poco para ocultar mis ojeras.
Una vez preparada, salí de la habitación y me dirigí al comedor con paso lento. Sentía que me encontraba aislada del mundo, en una burbuja. Sabía que debía mantener la compostura así que traté de que mi rostro mostrara serenidad, aunque no la sentía para nada.
Entré en el comedor, ejecuté una sutil reverencia y me senté en mi sitio sigilosamente. Pasé todo el desayuno callada, mordisqueado sin ganas una de las dos tostadas que habían preparado. Intentaba mostrarme sosegada, pero sabía que en vez de eso mi rostro estaba serio.
Las conversaciones se habían convertido en murmullos para mí. De vez en cuando sentía las miradas de mis compañeras sobre mí, pero no me importaba. Hoy no tenía ganas de hacer nada.
Pero sobre todo no quería ver a Marlee y a Carter. No obstante, la suerte siempre estaba de mi parte. ¡Ambos se encontraban desayunando en la mesa de la familia real! Menuda suerte la mía. Esporádicamente, ellos me lanzaban una que otra mirada indiscreta; una mirada que yo siempre esquivaba como si fuesen flechas en llamas.