Banan corría hacia su casa con la preocupación puesta como máscara. El sudor corría por su frente y su cuerpo como lluvia torrencial. Se sentía agotado, pues llevaba una hora corriendo sin parar. Le dolían los pies y las piernas las sentía cada vez más pesadas.
El Sol seguía de color blanco y quemaba con más fuerza que nunca, aunque no había cómo saber la temperatura, porque ningún objeto electrónico estaba funcionando, aunque debería ser de unos 60 a 65°C. Muchos vehículos aun andaban en la calle, lo que era un verdadero caos. Se sabía de personas que sufrían un ataque mientras conducían y generaban un accidente en cadena. Las altas temperaturas amenazaban con matar a todos lentamente.
Estaba llegando a su casa al fin. Se detuvo jadeando pesadamente, ahogado de sed. Se afirmó contra un árbol buscando un poco de sombra para recuperar el aliento antes de entrar a su casa. A un costado de la calle había un buitre comiendo la carne de un gato que había cedido a las altas temperaturas. Banan al ver aquella escena no pudo evitar pensar en su familia. Sacudió la cabeza y caminó la corta distancia que quedaba hasta su hogar.
Al entrar vio a su mujer en el sillón respirando apenas, con la mirada perdida. Tomó rápidamente una pantalla portátil y la usó como abanico para darle aire.
—Volviste —jadeó Tate, su mujer.
—Prometí que iba a volver y aquí estoy.
—¿Cómo te fue?
—El búnker funciona, tenemos que irnos ahora, la radiación solar es cada vez peor.
—¿Por qué no me dejas morir aquí?
—Jamás voy a dejar que eso pase.
—Déjame morir, Banan y entiérrame junto a mi pequeña Zoé.
Él sintió otra vez el vacío de la pérdida de su pequeña hija. Hace una semana, un conductor se desmayó al volante y atropelló a la pequeña de diez años, causándole la muerte. Como muchos en Nom Pen, se vieron obligados a enterrarla en el patio de la casa.
Miró hacia la improvisada sepultura, desde donde salía mal olor y lágrimas cayeron por su rostro. Se sirvió un vaso con agua que estaba desagradablemente tibia.
—Me voy a duchar y nos vamos —dijo Banan.
—El agua sale caliente, ya lo intenté —respondió Tate agotada.
Tocó su reloj, olvidando que no funcionaba, así que luego se acercó al grifo de la ducha para abrirla manualmente. El agua parecía estar saliendo directo de un caldero, y pese a dejarla correr por varios minutos, no se enfrió.
—Vamos al auto —le dijo a su mujer.
—¿Funciona?
—Supongo. Muchos andan en sus autos todavía, y la carga estaba completa la última vez.
Subieron y el vehículo arrancó sin problemas. Las calles estaban desiertas, pero al momento de cruzar el río, el puente estaba colapsado. Por alguna razón los camboyanos estaban emigrando al otro lado del país, posiblemente buscando algún clima más fresco más allá de la frontera.
Al otro lado del río, a tan sólo veinte minutos en vehículo, estaba el búnker del tío de Banan. Dentro de él la tormenta solar no había dañado ningún aparato ni sistema, además se mantenía fresco. Era la mejor opción para sobrevivir a las altas temperaturas. Pero llevaban cuarenta minutos en el tráfico y no lograban llegar a la mitad del puente. La carga de la batería del auto bajaba rápidamente, de seguro también por culpa de la radiación solar, y no se podía cargar otra vez, pues el cargador solar se había descompuesto.
Se cumplió una hora en el puente y la gente ya estaba afuera de sus vehículos, sudando agotados, bajo el cielo verdoso. De pronto una refrescante brisa pasó, haciendo que las pocas nubes que habían empezaran a desaparecer, dejando el cielo totalmente despejado. La gente saboreó aquella brisa como un regalo divino, pero sólo se estaba preparando el escenario para lo que venía.
Como una ampolleta que comienza a fallar, la intensidad de la luz del Sol bajó, incluso por una décima de segundo Banan creyó ver que se había puesto oscuro. Miró alrededor y todos se veían asustados. Habían algunos que también vieron la luz del sol parpadear. Todo Camboya miró asustado al mismo punto: el cielo.
El viento seguía soplando, calmando el calor, pero el ambiente se había puesto extraño, nadie hablaba, parecía que nadie respiraba. El llanto lejano de un bebé proveniente de uno de los vehículos detenidos en el puente era todo el ruido que se oía.
Tate tomó la mano de Banan, asustada. De pronto el blanco Sol comenzó a tomar el color de las brasas, como cuando el carbón empieza a apagarse, hasta volverse totalmente negro. Todos vieron aquel maravilloso y a la vez tenebroso espectáculo en silencio, conteniendo el aliento, hasta que un fuerte temblor sacudió la Tierra.
De un momento a otro todo fue oscuridad y gritos de pánico, y en el cielo todas las estrellas se volvieron fugaces.
Editado: 17.02.2022