Camino al Sol

La luz y el ratón

Encendió el cigarro en medio de la total oscuridad. Las manos le temblaban, el frío era cada vez más insoportable, pensaba que se iría acostumbrando, pero no, aquella sensación lo acompañaba todo el tiempo, incluso en sueños. La noche eterna era también el frío eterno. Acababa de quemar el último cerillo, aún le quedaban cigarros, el problema sería encenderlos en las siguientes veladas.

El ruido que hacían las ratas en aquel lugar lo distrajo por un momento, sacándolo de sus pensamientos, de aquella insufrible soledad. Soledad... extrañaba pronunciar aquel nombre. Al menos ella no sufriría nunca más aquel frío. Suponía, en realidad, que en el lugar donde fuera que ella se encontrara, no estaría sintiendo ese frío que calaba los huesos, entumece el alma y se aloja hasta en los más recónditos pensamientos.

Unos pequeños ojos brillantes lo observaron en aquella oscuridad. El pequeño punto anaranjado del cigarrillo había llamado la atención del roedor. Joel usó lo que quedaba de éste para encender otro. Dejó la colilla aún encendida en el suelo. El ratón se acercó cauteloso. Las pequeñas patas pisaban suave sobre el piso de madera, casi en un susurro.

Joel seguía fumando impasivo. Sentía hambre, llevaba unos dos días sin comer, tal vez más, tal vez menos. No había cómo saberlo.

El ratón se acostumbró a la presencia del humano, llevaba observándolo cada vez que fumaba, al parecer atraído por esa pequeña luz que emitía la punta del objeto que el hombre se llevaba a la boca.

La colilla del piso se apagó y Joel dejó la que acababa de fumar también en el suelo, resignado a que sería la última y, al parecer, el roedor lo entendió así también, porque esta vez se acercó.

Con reflejos increíblemente audaces para alguien tan débil, Joel se abalanzó sobre el ratón y le aplastó la cabeza. Lo había logrado. Lo tomó por la cola, con asco, pero con las tripas rugiendo desesperadamente y salió de la casa que le había servido de refugio, dejando un pequeño camino que se dibujaba con la sangre que emanaba el cuerpo de su presa.

Ahora el problema sería cocinar la carne. Lo había pensado en el momento de encender aquel cigarro, pero debía de solucionar un problema a la vez. No iba a comer un animal crudo, no, eso sí que no.

Caminó a través de la nieve temblando de frío, una espesa niebla envolvía la noche, humedeciendo su ropa, su piel y su espesa barba. La mano que cargaba el pequeño cadáver se entumecía de frío, por lo que la alternó con la otra, que estaba igual de partida por el frío, así como sus labios.

En su cabeza el hambre estaba en segundo plano, el desesperante frío era lo que su cuerpo reclamaba con fuerza, temblando brutalmente. Sus dientes chocaban entre sí emitiendo el sonido clásico de las calaveras. Había perdido algunas piezas dentales, una muela le dolía a veces y mal olor salía de su boca.

De pronto distinguió a lo lejos un punto anaranjado de luz. No era un cigarrillo, era una fogata, a una gran distancia, sobre el cerro San Cristóbal, en el distrito del Rímac. Perú había dejado de ser lo que era hacía mucho y Joel extrañaba su vida anterior. Extrañaba el calor, siempre le gustó, extrañaba la comida que Soledad le preparaba a diario, extrañaba las duchas de agua fría —que en realidad salía tibia— y extrañaba la comodidad de su cama. Todo aquello no se había vuelto más que sólo un lejano recuerdo. Ahora que lo pensaba, no recordaba cómo era vivir sin la sensación de frío en el cuerpo, sin el temblor ni la humedad.

El camino hasta el cerro se le hizo interminable, entre el frío y el esconderse de los merodeadores, cada metro se hacía más largo. El ratón en su mano ya había dejado de sangrar.

En la base del cerro había una camioneta con todas las puertas abiertas, visiblemente abandonada de hace años. Dentro incluso habían crecido algunas plantas y había un nido pequeño totalmente vacío. No había restos de cascarones, por lo que Joel asumió que alguien había tomado los huevos. «Qué mal no haberlos encontrado yo», pensó.

Comenzó a subir el cerro, con el cansancio en las piernas, dolor en la espalda y sueño sobre los ojos. Hubiese dormido en la camioneta, pero el riesgo de que lo encontrara alguien y le robara lo poco que tenía o que le hiciera algo peor, como lo que había presenciado la última vez que estuvo entre humanos, era peor que el cansancio acumulado.

El viaje cuesta arriba pesaba. La nieve era difícil de pisar y cansaba como la arena blanda. El cielo estaba completamente nublado, la oscuridad era absoluta y la neblina cada vez más espesa, molestándole en la nariz aquel olor húmedo, desagradable y frío, que llegaba hasta la cabeza, causándole una pequeña migraña.

Las piernas no le daban más. Se sentó en la nieve, buscando  algún refugio. Todo era nieve, uno que otro árbol se alzaba en el paisaje. Algunos secos estaban quebrados en el suelo. Miró uno de los altos y la forma de sus ramas le permitiría poder acostarse por un rato. En la base del tronco hizo un agujero en la nieve y escondió al ratón, enterrándolo.

Subió lentamente. Nunca se le dio lo de escalar árboles. Con el gran apagón tuvo que aprender y acostumbrarse. Al llegar arriba revisó la resistencia de las ramas y aún eran firmes. Se acomodó de tal forma que era imposible caer, y durmió.

Soñó que estaba  sumergido en el mar, el agua estaba fría, un oso polar nadaba a su lado. Lo miró maravillado y se le acercó para acariciarlo. (Aquella especie estaba extinta desde hace dos milenios, pero los había conocido por un peluche que un niño cargaba después del gran apagón. Había emigrado con la familia del niño y otros vecinos durante un tiempo, hasta que las cosas se pusieron más difíciles y comenzó la auto supervivencia, llegando incluso a matarse entre algunos que cayeron en la desesperación —y quién no— cuando la comida se acabó.) Aquel oso blanco era idéntico al del niño, demasiado a decir verdad, era el mismo, sólo que gigante. Hubo un fuerte crujido y de pronto un dolor terrible. Abrió los ojos. Estaba sobre la nieve, el árbol se había quebrado a la mitad por el tronco. Le dolía salvajemente el hombro derecho. No podía mover el brazo, que colgaba tambaleante. Se puso de pie con dificultad y vio que su hombro tenía una posición antinatural... se había dislocado. Le dolía como el demonio, pero no podía gritar, no podía hacer notar su presencia. Gruñendo, caminó hacia otro árbol, debía darse prisa, probablemente el crujido del tronco ya había alertado a otras personas. Comenzó a golpearse el hombro contra el tronco, sintió una astilla clavarse en su piel, pero eso sería problema para después, por ahora debía repetir los golpes, hasta que finalmente el hombro volvió a su lugar. Seguía doliendo y sabía que no podría usar ese brazo por un tiempo.



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En el texto hay: oscuridad, espacio, sol

Editado: 17.02.2022

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