Camino de otros días

Capítulo 7. Materia y energía

Era un sábado de tarde. Lucero se puso sus championes y empezó a trotar en una plaza que estaba cerca de donde vivía. Hacia mucho que no trotaba, dado que se encontraba agotada por las clases y los trabajos que debía corregir de los chicos. Por suerte, ese sábado pudo terminar rápido, por lo que decidió despejar la mente trotando en la plaza.

Trote lento. Trote rápido. Caminata. Descanso. Lucero respiró hondo y cayó de bruces en un banco. Mientras descansaba vio que, a lo lejos, una niña estaba acostada sobre el tronco de un árbol. Lucero ya la conocía de vista: era Cintia, la alumna de Jorge.

Al principio la niña estaba en silencio. Luego, infló sus pulmones y ejecutó la flauta que llevaba siempre a la clase de música.

Lucero no conocía esa melodía. Sin embargo, le pareció un lindo sonido, capaz de atraer a los que pasaban por el lugar. No sabía si fue por la música o por el ensimismamiento de Cintia, pero Lucero sintió que su corazón se llenaba de extrañas sensaciones, como si deseara ella misma romper con las limitaciones que le imponía su cuerpo y volar, dejándose llevar por el ritmo y la armonía.

Lucero se acercó a Cintia. Pero no fue la única. Coincidentemente, en la plaza, también estaba Manuel y su tía. La tía lo llevó a pasear para que se distrajera por un rato. Mientras lo dejó jugar por ahí, ella se sentó en un banco, junto con un hombre vestido de tenista. Manuel, que también fue atraído por la música, se sentó en el suelo, cerca de Cintia. Cerró los ojos y así disfrutó aún más de la música.

Cintia no se había percatado de que atrajo fuertemente la atención de un niño de primer grado y una profesora que enseñaba en su mismo colegio. ella seguía ejecutando la flauta, ajena del mundo y viajando a otra galaxia, seguro con más ritmo y colores que en el mundo real.

Cuando la música cesó, Cintia abrió los ojos y ahí se percató de la presencia de Manuel y Lucero. Para no asustarla, la joven docente enseguida le explicó que ella enseñaba a los de primero, que vivía cerca y que, casualmente, la escuchó tocar la flauta y se quedó admirando su habilidad. Manuel se levantó y le preguntó a Cintia si le podía enseñar a tocar la flauta.

La niña observó a ambos. Se rió, miró su flauta y dijo:

  • No me gustan los instrumentos de viento. Prefiero el violín. Su sonido es increíble.
  • ¿Cómo se toca el violín? - le preguntó Manuel.
  • Se toca así- le dijo Cintia, mostrándole la posición que normalmente adoptaban los violinistas.
  • ¡Qué hermosa te ves así! - le dijo Lucero- realmente deberías aprender a ejecutar el violín.

Cintia se sonrojó ante el halago. Alzó un cuaderno que llevaba a cuestas y le mostró la canción que acababa de ejecutar.

  • Se llama "el colibrí y la flor"- le dijo Cintia- yo misma la hice.
  • ¿Compusiste una canción? - dijo Lucero, sorprendida- ¡Eso es genial! ¿Es la que estabas ejecutando ahora?

Cintia asumió con la cabeza. Manuel empezó a saltar, intentando ver lo que había en el cuaderno de Cintia. Ella, entonces, se lo mostró y Manuel siguió pidiéndole que le enseñara a tocar la flauta.

  • Esto me trae recuerdos- murmuró Cintia.
  • ¿Recuerdos? - preguntó Lucero.

Cintia observó sus propios apuntes. Enseguida, sus ojos se humedecieron, como si de pronto le viniera la añoranza de un pasado distante pero feliz.

  • Era cerca de un lago, donde se reflejaban las nubes rosadas y el cielo liláceo. Yo estaba ahí, junto con dos amigos a quienes extraño mucho. En realidad, estaba cantando y ellos se quedaron ensimismados con mi voz. Cuando terminé, él me pidió que le enseñara a cantar y ella me elogió por mi habilidad. ¿Y saben qué? En realidad, solo intentaba componer la canción que estaba ejecutando ahora, pero no me satisfacía los resultados. Y, sin embargo, ellos se sentían admirados por mi canción. ¡Daría lo que fuera por estar junto a ellos otra vez! ¡Eran lo máximo!
  • ¡Yo también tengo una amiga! - dijo Manuel, mientras movía los brazos como si intentara volar- ¡Pero ella se marchó y ahora la estoy buscando!
  • ¿Qué hay de ti, profesora? - le preguntó Cintia a Lucero- ¿Extrañas a tus amigos de infancia?

Lucero se quedó pensativa. La verdad siempre había sido muy solitaria y los pocos amigos que tuvo, o se mudaron de colegio, o tomaron sus propios rumbos. Entonces, se le vino en la memoria un recuerdo que lo había borrado hacia mucho tiempo. Ella solo tenía entre seis o siete años. Acababa de mudarse la vecina de enfrente de su casa y tenía una hija. Enseguida se hicieron amigas, a pesar de los contrastes: mientras una era muy tímida, la otra era muy extrovertida. El problema fue que se enfermó gravemente, por lo que enseguida dejó de jugar con los otros niños y tuvieron que llevarla a un hospital. Pero ya fue tarde. Aún recordaba el velatorio, al ver a su única y mejor amiga de la infancia ahí, en el ataúd, con una expresión serena de sueño eterno y profundo.

Ante ese recuerdo, una lágrima se le escapó a la joven docente. De seguro, fue tan fuerte el shock que había olvidado por completo aquella experiencia, como si nunca hubiese pasado. Más bien, como si fuese un mal sueño.

Manuel estiró de su remera y Lucero lo miró. El niño sacó de su bolsillo un pañuelito y le dijo:

  • Tía lo usa para limpiar mi nariz. Pero está limpio. Te lo presto.
  • No es nada- dijo Lucero, limpiándose enseguida con una mano- es el calor. Dijeron que iba a llover, pero no veo ninguna nube.

Lucero dejó de llorar. Manuel guardó su pañuelito y miró a su tía, que seguía charlando con aquel hombre. Cintia guardó sus cosas en una mochila y, antes de marcharse, dijo:

  • Me alegro de que nos hayamos reunido otra vez. Lástima que nuestras memorias fueron borradas.

Cintia corrió, sin mirar atrás. Lucero no entendió qué quiso decir la niña con esas palabras. Incluso, creyó que había escuchado mal.

  • ¿Profe? ¿Tú también perdiste a tus amigos? - le preguntó Manuel, luego de que Cintia se marchara.




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