Campistas

Una Formula Maravillosa

Una feroz tormenta azotaba el Río Claro. La lluvia caía sin tregua, haciendo que el río saliera de su cauce.

— ¡Lai, vámonos de aquí! La lluvia está muy fuerte y el río está creciendo mucho. ¡Se va a desbordar en cualquier momento! —El grito de Layla se perdió en el estruendo de la tormenta.

— Layla, Claris —Respondí, tratando de sonar tranquila.

— ¿Les molesta un poco de lluvia?

— No, prima —Gritó Claris, con pánico en su voz.

— Pero el río se está saliendo, y ya no podremos regresar al campamento. Además, está muy resbaladizo aquí, ¡regresemos!

Con la idea de volver al campamento, corrimos a tropezones entre el lodo. Tuvimos que cruzar el río furioso, cuyas aguas turbias nos llegaban cerca de la cintura. Las tres niñas caímos al agua.

— ¡Lai, Claris! ¿Dónde están? Escuché la voz desesperada de Layla.

— Aquí estoy, Layla. ¿Dónde está Claris? —Grité de vuelta, luchando por mantenerme a flote.

Buscamos con la mirada a Claris, pero no la veíamos por ningún lado. De repente, un trozo de montaña se derrumbó, cayendo al río y sumergiéndome en el agua.

Me desperté de golpe, jadeando, sintiendo que me faltaba el aliento. Mi corazón latía con fuerza contra mis costillas y un sudor frío me cubría la frente. Hacía mucho tiempo que no tenía una pesadilla así.

Tomé mi celular para ver la hora. Eran las dos de la mañana. La cueva estaba en penumbra, iluminada por las últimas cenizas de la fogata. Afuera, la noche debía ser de un negro absoluto. En este punto, seguro que Layla, Frank y Marcus ya deben estar desesperados.

Miré alrededor. Los chicos dormían apaciblemente en el suelo de tierra. No podía volver a dormir; las imágenes de mi pesadilla seguían frescas en mi mente. Desde que entramos en el bosque, me había obsesionado con contarlos a todos, una y otra vez, para asegurarme de que no se perdiera nadie.

Mientras los niños dormían, conté cada cuerpo acurrucado en el suelo. Uno, dos, tres, cuatro...

Faltaba uno. Faltaba el chico más tímido del grupo, Ariel.

Busqué a mi alrededor y lo vi. Estaba sentado a unos pocos metros de la fogata, con la cabeza gacha. Fui a sentarme a su lado.

— ¿Tampoco puedes dormir?

Ariel simplemente negó con la cabeza.

— Saldremos de aquí sanos y salvos, no te preocupes —Le aseguré, con voz suave.

— No es eso —Su respuesta fue apenas un susurro, bajo y tembloroso, cargado de una tristeza que me sorprendió.

— ¿Qué pasa?

Ariel levantó su dulce mirada hacia mis ojos, dudando si contarme. Después de un breve silencio, se decidió.

— A veces siento que soy invisible.

Asentí con la cabeza, dándole a entender que lo escuchaba.

— Esta semana fue la peor de mi vida —Continuó.

Desde que tengo memoria, mi amigo Ian siempre ha estado a mi lado. Nos conocimos en primer grado y nos volvimos amigos al instante. A los pocos meses descubrimos que vivíamos cerca, así que crecimos juntos. Éramos inseparables, y al terminar la primaria, nuestros padres nos inscribieron en la misma secundaria.

En la escuela, yo siempre fui un chico tímido y solitario. A diferencia de Ian, que era el chico popular, con montones de amigos y que se llevaba bien con todo el mundo. Yo, por el contrario, nunca pude hacer otro amigo además de él. No sé cómo expresarme; cuando alguien se acerca a hablarme, las palabras simplemente no salen de mi boca.

Ian, el chico deportista del club de béisbol, siempre me buscaba. Mientras yo me escondía en un rincón tranquilo de la escuela para leer a solas, él me encontraba para que lanzáramos piedras a un riachuelo después de clase. Competíamos para ver quién las tiraba más lejos. Por supuesto, él siempre ganaba, aunque muchas veces me dejaba ganar para hacerme sentir bien.

Hace un mes, noté que Ian estaba distante y cabizbajo. Intentaba sonreír con sus amigos y conmigo, pero yo sabía que algo andaba mal. No me atreví a preguntar por miedo a incomodarlo, aunque mi preocupación crecía cada día. Hasta que, sin previo aviso, Ian soltó una bomba que me dejó helado.

— Ariel, ¿podemos hablar? Es importante.

Asentí con la cabeza, temeroso de lo que diría.

— Mi padre consiguió un trabajo en el extranjero. Es un trabajo de cinco años, así que mi familia y yo debemos mudarnos con él.

Mis lágrimas se deslizaron por mis mejillas sin control. Tal vez mi amigo notó mi tristeza, porque se apresuró a decir:

— No dejaremos de ser amigos. Podemos comunicarnos por internet, enviarnos fotos o emails sobre cómo nos fue el día. La distancia no será un impedimento para seguir siendo amigos.

— ¿Cuándo te vas? —Le pregunté con una última pizca de esperanza, pero se rompió al instante al oír su respuesta.

— Mañana —Respondió Ian, y la palabra se sintió como un golpe.

— Pero... a distancia ya no será lo mismo —Mi voz se quebró, derrotada y triste.

— Tal vez no, pero puedes tomar esto como una oportunidad para conocer gente nueva y hacer nuevos amigos —Dijo, intentando animarme.

— El tiempo pasa rápido, tal vez cinco años pasen sin que nos demos cuenta.

Puede que Ian tuviera razón, pero yo no quería aceptar que mi mejor amigo se iba del país. Tenía miedo de perder su amistad. Y, además, soy muy tímido, no tengo idea de cómo hablar con las personas. Me despedí de él al día siguiente, al borde del llanto.

Habían pasado dos semanas, y nada había cambiado. Le había prometido a mi amigo hacer nuevos amigos y participar en actividades, pero todo seguía igual. Cada vez que Ian me escribía un email, me contaba lo bien que le iba, pero cuando me preguntaba qué había hecho yo, nunca podía responderle.

La semana pasada, mi madre consiguió un folleto de este campamento. Pensó que sería la oportunidad perfecta para que yo saliera de mi cuarto, olvidara la partida de mi amigo, hiciera nuevos amigos y superara mi timidez. Pero eso aún no ha ocurrido.



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En el texto hay: supervivencia, drama, drama adulto

Editado: 18.12.2025

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