Campistas

La Montaña del Rio Claro

Desde que llegamos, no he podido dejar de contemplar el río. Tras él se vislumbra una hermosa montaña que oculta los rayos del sol. Mi último recuerdo de este lugar, el Río Claro, es cuando su furia se desató en medio de una feroz tormenta, arrastrando todo a su paso, incluyendo a tres campistas que, por querer aventurarse a lo desconocido, se volvieron víctimas de su ira, y el río se llevó a una de ellas.

— ¡El último en entrar al río es un huevo podrido! —La animada voz de Brad rompió mis pensamientos.

Uno por uno, los chicos se lanzaron al agua para divertirse y refrescarse de la calurosa tarde.

Mientras nadaban, veía la sonrisa que se dibujaba en el rostro de cada uno. A veces, desearía ser como ellos: sin preocupaciones, sin problemas, solo pensando en divertirse y encontrar lo bueno de la vida.

Al verlos, un recuerdo de mi infancia regresó a mí. Yo también sonreía y buscaba lo positivo en cada adversidad, de la misma forma que Claris lo hacía.

A los ojos de los niños, la vida es colorida: llena de fantasía, juego y diversión. Cuando crecemos, los colores se opacan, la fantasía se convierte en realidad, y el juego y la diversión son difíciles de lograr, ya que el tiempo no espera a nadie.

— ¡Lai lai, ven a nadar con nosotros! ¡El agua está fresca! —Gritó Jess, sacándome de mis pensamientos.

La petición de la más joven me hizo dudar. El día era caluroso y el agua parecía tentadora, pero no estaba segura de poder confiar en la tranquilidad del Río Claro.

— ¡Vamos, Lai lai, entra al agua! —Insistió Brad.

Las sonrisas de los cinco jóvenes lograron convencerme. Quizás solo por hoy sería capaz de detener el tiempo y ver la vida con los ojos de un niño.

— ¡A un lado, que aquí voy!

Cuando el agua tocó mi cuerpo, no pude evitar sonreír. Los chicos comenzaron a salpicarme, y yo les devolví el favor. Hicimos carreras de natación, en las que me di cuenta de que no estaba en forma en absoluto, pero no importó, porque desde que era niña, nunca me había divertido tanto en mi vida.

Mi cabeza dio un repaso de todo lo que había sucedido en esta aventura improvisada: el encierro en una cueva, la caminata por el bosque, los animales y la diversión en el río... Todo me hizo recordar lo mucho que me gusta acampar.

El tiempo voló, y el sol mostraba sus últimos rayos en el cielo. El calor se mantenía, secándonos rápidamente al salir del agua. Los chicos y yo nos sentamos a la orilla del río, contemplando el hermoso cielo anaranjado y rosa.

— Eso fue divertido —Habló Brad con una enorme sonrisa mientras bebia de su botella de agua.

— ¡Sí que lo fue! Lai lai, no sabía que podías nadar tan rápido. De seguro tienes la insignia de nado veloz —Dijo Sofí, impresionada.

— Sí, la tengo —Respondí con una sonrisa nostálgica.

— ¿Cuántas insignias tienes? —Preguntó Arthur, curioso.

— Veinticuatro —Dije con un toque de orgullo en mi voz.

— ¿Veinticuatro? ¿Dónde están? Queremos verlas —Insistió Brad.

Sus palabras me hicieron pensar... Hace mucho tiempo que no veo mi pañoleta con mis insignias. Sé que está olvidada en algún rincón de mi apartamento, pero jamás me preocupé por buscarla... O tal vez, no quise hacerlo.

— Hace mucho que no voy a un campamento. No tengo idea de dónde puede estar mi pañoleta con las insignias —Les respondí con tono de derrota.

— Pero… eres una guía scout. Debes tener tu pañoleta contigo cada vez que vas a un campamento —Mencionó Ariel, sorprendido.

— No soy guía scout. Yo vine únicamente a ayudar a Layla con el registro. Al terminar, me iría de nuevo a la ciudad. No iba a participar en ninguna de las actividades del campamento.

— ¿Por qué no ibas a participar? —Preguntó Jess con curiosidad.

— ¡Porque yo odio…!

Guardé silencio por un momento, dándome cuenta de que mi viejo argumento ya no era correcto.

— Yo… odiaba acampar —Corregí.

Los chicos guardaron silencio ante mi inesperada respuesta.

— ¿Cuándo fue la última vez que acampaste? —Cuestionó Arthur.

— Hace veinte años —Susurré.

— ¿Veinte años? —Gritaron los cinco al unísono, sorprendidos.

— Sí, en este mismo lugar —Hablé, con una sonrisa que mezclaba nostalgia y tristeza.

— ¿Por qué dejaste de acampar? —Indagó Sofí.

Quise cambiar de tema para evitar ese doloroso recuerdo.

— ¿Qué les parece si contamos historias mientras comemos los últimos bocadillos? —Propuse de forma animada, y los chicos asintieron.

Solté un suspiro de alivio al esquivar la pregunta de Sofí. Aunque hubieran pasado veinte años, aún no me sentía lista para hablar de eso.

— Arthur, ¿puedes contar de nuevo la leyenda de las tres valientes campistas? —Pidió Jess.

Ante su petición, tragué saliva y, sin poder evitarlo, grité:

— ¡No, esa leyenda no! ¡Está equivocada!

Los chicos me miraron en silencio, sorprendidos. Al salir de su asombro, Ariel preguntó:

— Lai lai, ¿conoces esa leyenda?

Evité su mirada por unos segundos, insegura de si contar algo tan triste a unos niños era una buena idea. Los chicos notaron mi expresión sombría.

— Lai lai, ¿conoces la historia real de las tres valientes campistas? —Preguntó Sofí.

Ya no podía soportarlo más.

— Sí, la conozco, y no es una historia bonita de escuchar —Susurré finalmente.

— Cuéntanos —Dijo Arthur con seriedad.

— Tal vez podamos ayudarte. Aunque solo podamos escuchar, tal vez sea útil para desahogarte.

Ante las palabras de Arthur, los demás asintieron, de acuerdo con el mayor del grupo.

Quizás los jóvenes campistas tenían razón. En la cueva, cada uno abrió su corazón y expresó sus sentimientos. Ahora, era mi turno de hacerlo. Ante ese pensamiento, tomé una decisión.

— Está bien. ¿Quieren escuchar la verdadera historia de la leyenda de las tres valientes campistas?

— ¡Sí! —Respondieron los campistas al unísono, acomodándose a mi alrededor para prestarme toda su atención.



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En el texto hay: supervivencia, drama, drama adulto

Editado: 18.12.2025

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