A unos metros del pueblo, un joven con espada y una canasta en mano se dirige a su hogar en el bosque, donde los inmensos árboles de pino y aliso lo rodean. El pequeño sendero por el que andaba fue hecho por sus propios pasos y los de su familia.
Hoy es un día especial: es el aniversario de bodas de sus padres. Por eso lleva la canasta.
Al sentir el olor de la leña quemándose y la abundancia de arbustos florales, llega al espacio dónde reside su familia. Una pequeña casita lo espera, un lugar que construyó junto a su padre y sus hermanos hace algunos años.
No hay mejor sensación que la de llegar a casa. Su nuevo puesto como vigilante lo obligaba a residir en las murallas del condado, donde pasaba la mayor parte del tiempo entrenando y vigilando la salida del pueblo, lo que lo mantenía alejado de casa por meses. Pero logró conseguir unos días libres.
Antes de entrar, contempló por unos segundos la reseda que rodeaba la entrada a su casa.
—No sabía que podía tener flores moradas— musitó para sí—. Siempre las había visto en diferentes tonos de rosa y blanco, pero nunca de esta forma. Hace un tiempo solo era un tallo verde, pero ahora parece un árbol.
Una joven de cabello negro y lacio le sonreía en la entrada.
La chica tenía las manos cubiertas de tierra y estaba rodeada por muchos tipos de flores silvestres.
Le alborotó el pelo y siguió su camino. El chico desprendía un aire relajado, con una sonrisa en la cara mientras observaba las novedades del jardín.
Había otra chica esperando apoyada en la puerta.
Se sentaron juntos apoyados en la puerta. Él reposo en el brazo de su madre por unos segundos, respirando tranquilamente mientras ella le acomodaba el cabello.
Ella sonreía mientras negaba con la cabeza.
***
Toda la familia se reunió en el patio trasero.
Pusieron una gran olla de sopa sobre un tronco que usaban como mesa, con siete platos alrededor. Tenían algunas velas encendidas cerca de ellos, con doble propósito: para espantar a los mosquitos y porque la noche se acerca.
Los últimos rayos de sol envolvían el claro donde estaban, y con eso empezaron a comer.
El chico al lado de ella pegó un brinco con el comentario.
Eso puso a Maliah colorada de la vergüenza. Era de esas personas que no saben cómo defenderse de ciertos comentarios.
Esto dejó al chico aún más indignado. Solo que se rindió en contestar.
— Admito que agregué más de orégano del que debía — murmuró mientras jugaba con la sopa de la misma manera que su hermana.
—No se preocupen por el sabor — intervino Einar, intentando calmar la situación —. Nidan, el caldo tiene un sabor... bueno...