Camuel Talio

Inicio de la aventura

Era 1832, en un país cualquiera, donde un niño llamado Camuel Talio jugaba fuera de casa con su pelota. La lanzaba de aquí para allá, corriendo de un lado al otro, con una energía desbordante para un niño de tan solo 8 años.

—¡Camuel, Camuel! —gritaba su madre—. ¡Ya es hora de comer!

Pero el joven Camuel no hacía caso. Estaba concentrado en la última patada de su partido personal, la que definiría el todo. Mientras se preparaba, sentía la presión de un público imaginario que lo alentaba a darlo todo en el remate del juego de su vida. Era el último gol hacia una portería invisible, en esa calle vacía.

—¡Camuel, el almuerzo se enfría! —insistía su madre, esperando que el pequeño entrara a disfrutar de un gran plato de fideos con abundante salsa de tomate, su favorito.

Sin embargo, Camuel no escuchaba. En su mente, todo era silencio; hasta su público imaginario contenía el aliento. Había llegado el momento de la patada final. Retrocedió unos pasos, y sin pensarlo más, corrió con todas sus fuerzas hacia la pelota y lanzó la patada más espectacular que jamás se hubiera visto en el estadio de su mente. ¡Un golazo sin precedentes! Todo era algarabía y celebraciones. Cerró los ojos en una intensa celebración y, al abrirlos, se encontró acostado dentro de lo que parecía ser un pequeño cajón de madera blanca.

—¿Dónde estoy? —se preguntó, confundido. Miró su pecho y vio que llevaba puesto un traje, elegante pero extraño, uno que nunca había visto antes.

Intentó tocar el cajón, pero su brazo atravesó la superficie. Camuel se incorporó, sorprendido no tanto por la proeza de atravesar la madera, sino porque frente a él estaban su madre y su padre —a quien no había visto en mucho tiempo debido a la guerra—, llorando desconsoladamente.

—Mamá, ¿por qué lloras? ¡Papá, regresaste! Pero... ¿tú también estás llorando?

Camuel se levantó y, con horror, comprendió que el "cajoncito" era un ataúd, y el lugar donde se encontraba, su tumba. Había muerto, aunque no recordaba cómo.

—¡Mamá, papá! ¿Qué pasa? —gritaba, desesperado. Pero ellos no respondían, ni podían verlo.

—¿Soy... soy un fantasma? —balbuceó, mientras un recuerdo estremecedor lo paralizaba.

Retrocedió en su mente: la última patada, el parabrisas de un convoy militar, el conductor perdiendo el control, y el pequeño Camuel siendo atropellado. El golpe fue fatal. La amarga ironía del accidente era que el vehículo traía de regreso a su padre. De una buena a una mala noticia en una sola patada.

—Entonces... ¿soy un fantasma? —se preguntó en voz baja.

Camuel recordaba las historias de su madre sobre fantasmas envueltos en sábanas. Pero él no tenía una sábana.

—Quizás mamá se equivocó. Así deben ser los fantasmas de verdad —concluyó, ingenuo.

Corrió hacia su madre y gritó:

—¡Buuu! —Intentó asustarla, pero nada ocurrió. Hizo lo mismo con su padre, pero tampoco funcionó. Finalmente, comenzó a llorar. Ni su madre ni su padre podían verlo ni escucharlo.

Se sentó junto a su tumba, observando el ritual de su entierro. Cuando todo terminó, vio a sus padres tomarse de la mano y marcharse. Quiso seguirlos, pero una fuerza invisible lo detuvo en la entrada del cementerio. Miró cómo desaparecían en el horizonte.

—¿Y ahora qué hago? —pensó Camuel, triste y solo. Entonces, una pregunta lo invadió: —¿Dónde están los otros fantasmas?

Desconocía que los fantasmas no pueden ver a otros como ellos. Comenzó a explorar las "casitas" —las tumbas— en busca de compañía.

—¿Hola? ¿Hay alguien aquí? —preguntaba, pero ni siquiera el viento respondía.

Abatido, regresó a su tumba. La noche caía y las estrellas empezaban a brillar. De repente, divisó una luz tenue cerca de la entrada del cementerio. Era el guardia, quien caminaba con una pequeña farola.

—¡Qué valiente debe ser! —pensó Camuel—. Se enfrenta solo a la oscuridad.

Sin darse cuenta, el guardia ya estaba frente a él.

—¿Y tú? ¿Qué te pasó? —preguntó el guardia, sorprendentemente, al fantasma.

—¿Puedes verme? —susurró Camuel, incrédulo.

—¿Ah? ¡No puedo oírte! —gritó el guardia, escarbándose la oreja.

—¡¿PUEDES VERME?! —gritó Camuel, con fuerza.

—Claro que puedo. No estoy tan loco como para hablarle a una lápida... Bueno, un poco loco sí estoy —respondió el guardia, sonriendo.

Camuel lo abrazó con fuerza.

—Bueno, mi querido fantasmilla, aún no has respondido a mi pregunta: ¿qué te pasó? —dijo el guardia con curiosidad.

Camuel respiró hondo y comenzó a relatar todo lo que recordaba.

—Ah, ya veo... Parece que tu famosa patada te convirtió en un fantasma —respondió el guardia con una mezcla de simpatía y humor.

Camuel asintió con entusiasmo, esbozando una sonrisa que reflejaba tanto orgullo como aceptación.

—¿Por qué puedes verme? —preguntó, emocionado.

—bueno... creo que los he visto desde siempre y eso trabajo aquí —respondió el guardia.

El guardia miró a Camuel con atención, suspiró, desvió la mirada hacia la nada y preguntó:

—Y... y ¿qué quieres saber?

Camuel sintió que tenía una lista interminable de preguntas, pero dudó, recordando cómo siempre lo regañaban por ser demasiado curioso.

—No te preocupes, tengo toda la noche para responder —dijo el guardia, con una sonrisa alentadora.

Así comenzó una larga, pero no eterna, noche de explicaciones, cuentos y risas. Camuel escuchaba con fascinación mientras el guardia le contaba historias. Pronto se dio cuenta de que aquel hombre había estado en contacto con fantasmas desde joven; por eso, trabajaba como guardián del cementerio. También le explicó que en ese lugar no quedaban fantasmas, pues todos habían cumplido ya su propósito final.

Camuel frunció el ceño, confundido, y exclamó un sonoro:

—¡¿Qué?!

Justo en ese momento, el manto de oscuridad comenzaba a desvanecerse, y los primeros rayos del sol aparecían en el horizonte.

—¡Oh! ¡Qué tarde es, me tengo que ir! —dijo el guardia apresuradamente, levantando su lámpara y apagándola.




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