—Bueno, mi fantasmagórico amigo, vamos a comenzar tu misión—. El Guardián de la Luz sacó un cuaderno de un pequeño bolso que llevaba bajo su chaqueta. Lo abrió, aclaró su voz con seriedad y, como diplomático importante, comenzó a hablar:
—Ejem, ejem—tosió—. El primer paso de tu misión es la levitación de objetos—.
Camuel dio un salto, visiblemente emocionado.
—¿Qué es la levitación de objetos?
—Ah, olvidé que eres un pequeño—. El Guardián se rascó la cabeza, intentando pensar en cómo explicarle—. La levitación es hacer flotar las cosas. Si aprendes a hacerlo, podrás jugar a la pelota conmigo.
—¡Oh, eso sería asombroso! Te mostraré mi patada ganadora—. Camuel estaba encantado con la idea de aprender algo tan asombroso.
Esa misma noche comenzó a practicar. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que no era tan fácil como parecía. El primer paso para su misión estaba dividido en pequeñas tareas, y lo primero que debía dominar era apagar una vela sin tocarla. A pesar de soplar con todas sus fuerzas, no lograba ni mover la llama, que oscilaba con la más mínima brisa.
—Guardián de la Luz... ¿estás seguro de que podré hacer esto?—preguntó, frustrado.
El Guardián se acercó a la vela y, con un suave soplido, la apagó de inmediato.
—¿Ves? Es muy fácil.
—¡Pero tú eres humano, estás vivo!—exclamó Camuel, su grito fue tan fuerte que espantó a unas aves cercanas.
—Esa es la fuerza y la energía que necesitas para apagar la vela—. El Guardián sonrió y continuó—. Yo sé que puedes hacerlo, al igual que yo.
El silencio reinó por un momento, y la curiosidad de Camuel no tardó en manifestarse:
—¿Eres un fantasma como yo?
El Guardián se puso serio, se levantó de la tumba donde estaba sentado y miró a Camuel.
—Eres muy listo, Camuel. Sígueme—dijo con tono solemne.
Camuel, sin dudar, lo siguió en silencio. Caminando a través del cementerio, llegaron a una sección antigua donde las personas eran enterradas directamente en la tierra, sin ataúd. El Guardián se detuvo junto a un montículo de tierra coronado por una cruz de madera desgastada.
—Aquí está mi cuerpo humano... o lo que queda de él—.
—¿¡Ahí!?—exclamó Camuel, desconcertado. No entendía cómo era posible. Él podía ver al Guardián, interactuar con él, y lo había visto ser saludado por el guardia diurno.
—Hoy entenderás, mi pequeño amigo, por qué me llaman el Guardián de la Luz. Ayudo a las almas a encontrar su propósito. Por eso no ves fantasmas aquí; he guiado a todos.
Camuel estaba impresionado. Si el Guardián, siendo un fantasma, podía hacer todas esas cosas, tal vez él también podría aprender y volver a ver a su madre.
—Querido pequeño, estas habilidades no son gratuitas. Se paga un precio alto que, tal vez, aún no comprendas.
—Pero si aprendo, podré ayudarte. Seré un Guardián de la Luz como tú, y también podré estar con mi mamá todas las mañanas—. Camuel bajó la mirada, y la tristeza comenzó a llenar sus ojos.
El Guardián se conmovió y le puso una mano en el hombro.
—Primero, enfoquémonos en lo básico. Aprende a apagar la vela y, con el tiempo, dominaremos lo demás. Quizás, algún día, puedas heredar mi legado—dijo con tono heroico.
Camuel asintió, entusiasmado, y comenzó su entrenamiento nocturno con más determinación.
Con cada noche que pasaba, Camuel y el Guardián practicaban arduamente. Primero dominó apagar la vela, luego comenzó a mover pequeños objetos, como hojas y piedras. A medida que los meses se convirtieron en años, el joven fantasma aprendió a levitar ramas y finalmente objetos más pesados como libros o incluso su pelota favorita.
Camuel soñaba con el día en que pudiera ver a su madre. Cada avance en su entrenamiento lo acercaba más a ese objetivo, pero también notaba que, con el tiempo, su madre dejaba de visitarlo en el cementerio. Al principio, venía cada semana, luego una vez al mes, hasta que finalmente no regresó.
—¿Por qué mamá ya no viene?—preguntó un día, con la voz quebrada.
El Guardián, quien lo observaba desde la distancia, se acercó.
—Tu madre no te ha olvidado, Camuel. Pero a veces, los vivos también necesitan sanar y seguir adelante. Eso no significa que te ame menos.
Camuel se quedó en silencio, pero sus ojos brillaban con lágrimas.
—Entonces, debo ser fuerte y aprender todo. Si me convierto en un Guardián de la Luz, podré proteger a otros, igual que tú—.
El Guardián asintió con orgullo.
—Exactamente, pequeño. Tu madre siempre estará en tu corazón. Ahora, sigamos con el entrenamiento. La levitación de objetos es solo el principio. Algún día, iluminarás el camino para muchas almas perdidas.
Y así, noche tras noche, Camuel continuó su entrenamiento, creciendo en fuerza y habilidad. Un día, Camuel observó cómo colocaban una nueva tumba junto a la suya. Gracias al Guardián, había aprendido a leer, y con calma leyó la inscripción: *"Aquí yace madre y esposa, Rosalina Talio"*. Era su madre. Al ver la fecha de muerte, se dio cuenta de que habían pasado más de 50 años desde su fallecimiento. De pronto, sus fantasmagóricas piernas perdieron las fuerzas, y cayó al suelo, abrumado por la noticia.
Camuel notó a un anciano dejando margaritas en la tumba de su madre y un gran girasol en la suya.
—¿Papá?—susurró, incrédulo.
Frente a él estaba el gran sargento de guerra, pero el hombre fuerte que recordaba ahora parecía una rama torcida, frágil, capaz de romperse con la más leve brisa.
—Camuel, espero que tu madre te haga compañía. Siempre te extrañó—dijo el anciano con voz quebrada—. Lentamente se marchitó, mirando por la ventana hacia la dirección de tu tumba. Te amaba tanto, mi pequeño.
Camuel, con todo el esfuerzo acumulado de sus años de práctica, movió la pequeña pelota pinchada y gastada que reposaba junto a su tumba. La dejó a los pies de su padre. El anciano, sorprendido, esbozó una sonrisa y comenzó a reír.
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Editado: 15.11.2024