Camuel Talio

La Prueba de la Luz Diurna

Después de su encuentro con Sylvanar y la profunda charla con el Guardián de la Luz, Camuel regresó al cementerio con una sensación renovada de propósito. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que el Guardián se acercara con una nueva tarea.

—Camuel —dijo el Guardián mientras ajustaba la lámpara en su mano—, ahora que comprendes mejor las emociones humanas, es hora de que pongas ese conocimiento en práctica. Pero esta vez, en el mundo físico.

Camuel inclinó la cabeza, intrigado.

—¿Quieres que me materialice durante el día? —preguntó, con una mezcla de emoción y nerviosismo.

El Guardián asintió.

—Así es. Tu conexión con las almas es fuerte, pero ahora debes aprender a interactuar con los vivos. Muchos vienen al cementerio durante el día para honrar a sus seres queridos. Quiero que observes, escuches y, si puedes, intervengas. Aprende de ellos, pero también ayúdales a llevar su carga emocional.

Camuel apretó los puños con determinación.

—Lo haré, Guardián. Quiero ser un puente entre ambos mundos.

El florista solitario

El primer desafío llegó más rápido de lo que esperaba. Camuel decidió observar desde la sombra de un ciprés, mientras un hombre mayor, con un ramo de flores marchitas, se acercaba a una lápida. Cada paso que daba parecía pesado, como si el dolor acumulado a lo largo de los años le impidiera caminar con libertad.

Camuel se materializó ligeramente, apenas lo suficiente para ser percibido. El hombre, al sentir una presencia, miró a su alrededor con un leve estremecimiento.

—¿Quién está ahí? —preguntó en voz baja.

Camuel dudó, pero finalmente dio un paso adelante, haciendo que sus pies levantaran suavemente las hojas caídas.

—Soy... alguien que quiere escuchar —dijo con una voz calmada, tratando de no asustar al hombre.

El anciano, sorprendentemente, no parecía asustado. Más bien, sus ojos mostraban una mezcla de curiosidad y alivio.

—No suelo tener compañía aquí —respondió mientras se sentaba junto a la lápida—. Mi esposa amaba las flores, pero yo nunca supe cuidarlas. Traigo estas marchitas porque son todo lo que puedo darle ahora.

Camuel se acercó y, sin tocarlo, se sentó a su lado.

—No es la flor lo que importa, sino el recuerdo que vive en tu corazón —dijo con suavidad—. Ella lo sabe.

El hombre sonrió débilmente y comenzó a contar historias de su esposa: —Isabel era mi todo —empezó Lorenzo, con la voz quebrada—. Nos conocimos en un mercado, ¿sabes? Yo vendía frutas, y ella venía por flores. Siempre me decía que las flores eran la manera en que el alma hablaba cuando las palabras no bastaban.

Lorenzo sonrió débilmente ante el recuerdo, su mirada perdida en el horizonte.

—Nos casamos jóvenes. La vida no siempre fue fácil, pero ella hacía que cualquier lugar se sintiera como un hogar. Isabel amaba el jardín; pasábamos horas plantando, regando, cuidando cada flor como si fuera parte de nuestra familia.

Camuel sintió una calidez en las palabras de Lorenzo, un amor puro y genuino que trascendía el tiempo.

—Cuando cayó enferma, aún cuidaba sus flores —continuó Lorenzo, con la voz más débil—. Hasta el último día, su mayor preocupación era que el jardín siguiera floreciendo, incluso si ella ya no estaba.

Lorenzo hizo una pausa, su respiración pesada.

—Desde que partió, intento mantener el jardín, pero... no soy tan bueno como ella. A veces, pienso que estas flores marchitas son un reflejo de mi propio fracaso. No quiero que olvide cuánto la amé, pero siento que cada día lo hago mal.

Camuel extendió su mano y, sin tocarlo directamente, hizo que una de las flores marchitas comenzara a brillar tenuemente. Los pétalos, antes secos y quebradizos, recuperaron su color y vitalidad.

Lorenzo miró la flor con asombro.

—¿Cómo...?

—El amor que has traído cada semana nunca ha marchitado, don Lorenzo. Es tu corazón lo que ella siente, no el estado de las flores. Isabel sabe que cada paso que das hacia esta lápida está lleno de amor —explicó Camuel.

El anciano cerró los ojos, dejando que esas palabras calaran profundo. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, pero esta vez no eran solo de tristeza.

—Nunca lo había pensado así —dijo, con un susurro lleno de gratitud.

Antes de desmaterializarse, Camuel se volvió hacia Lorenzo.

—Isabel nunca se ha ido del todo, don Lorenzo. Cada flor que plantaron juntos, cada recuerdo que compartieron sigue floreciendo en ti. Eres su jardín ahora.

Lorenzo asintió lentamente, sintiendo una paz que hacía tiempo no experimentaba.

—Gracias, amigo. Quizás... quizás traiga flores frescas la próxima vez. No por obligación, sino porque quiero compartir con ella algo nuevo.

Camuel sonrió.

—Ella lo verá, como siempre lo ha hecho.

Y con esas palabras, Camuel desapareció, dejando a Lorenzo con una nueva comprensión de su amor eterno.

A partir de ese día, Lorenzo comenzó a cuidar su jardín con más dedicación, viendo en cada flor un recuerdo vivo de Isabel. Su visita al cementerio no cambió en ritual, pero sí en espíritu: ya no iba con el peso del arrepentimiento, sino con la alegría de compartir su vida con Isabel, incluso en su ausencia física.

Camuel, observando desde la distancia, supo que había dado un paso más en su misión. Había aprendido que las pequeñas conexiones podían transformar vidas, tanto de los vivos como de las almas que quedaban entre ambos mundos.




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